Noche primera. Los carpinteros, el de la moto y yo.
Circulaba por Insurgentes hacia el Sur. Estaba por entrar al estacionamiento del mercado de artesanías y muebles “Vasco de Quiroga cuando una motocicleta de Domino’s golpeó la llanta delantera derecha de mi auto. El conductor voló frente a mí y cayó contundente al otro lado. Al parecer, el pizzero había decidido incorporarse a la avenida más larga del mundo desde San Fernando y consideró que, si no se detenía, sí la “libraba”. Se equivocó y se detuvo, de un golpazo, contra mi carro. Yo avanzaba muy lentamente pues el semáforo acababa de cambiar y no faltaban más que unos cuantos metros para llegar a la entrada del mercado, donde recogería una mesita de madera; él pretendía cumplir con la garantía de “30 minutos o la pizza es gratis” a lo Evel Knievel. Ninguno logró su objetivo.
El mercado “Vasco de Quiroga” es muy grande. Hay muchos carpinteros y supongo que su oficio los ha dotado de parcialidad bíblica a la hora de interpretar los hechos. Ni tardos, ni perezosos -ni de buenas- eligieron David al yaciente motociclista y Goliat al despiadado del Chevy. Unos veinte colegas de José se lanzaron hacia mí acusándome de descuido, intento de escape, asesinato, opresión del proletariado y hasta de fealdad. No me quedó más remedio que gritarle al más gritón que no me iba a ir a ningún lado, que tenía seguro y que a final de cuentas el tarado había sido el de la moto. Al mismo tiempo, una ambulancia pirata -sí, pirata-, que casualmente pasaba por ahí, dio vuelta en U en Insurgentes, se le atravesó a un montón de carros y se detuvo junto a nosotros. Y bloqueó un carril.
Los paramédicos -piratas también, creo- bajaron de inmediato y nos anunciaron dramáticamente que si no se llevaban al muchacho al hospital en ese mismo instante todos seríamos responsables de su muerte. El muchacho peló los ojos, pues no acaba de recuperarse del susto y la sacudida cuando se enteraba de que corría peligro de muerte. Los carpinteros -que me habían degradado de mi puesto de villano gracias a mi enjundia gritona, a que efectivamente no me había ido y a que mi víctima aceptó que había virado imprudentemente- mantenían su espíritu combativo y escogieron a los de la ambulancia como nuevos antagonistas y les impidieron llevarse al presunto lesionado.
Llegó el agente del seguro, llegaron los agentes de tránsito. Todos fueron recibidos como si de moros con tranchetes se tratara por los carpinteros, quienes ya nos habían adoptado al motociclista y a mí, y consecuentemente ahora nos protegían. Como en final de ópera mozartiana, las voces simultáneas se multiplicaban. Paramédicos contra carpinteros, agentes contra agente, motociclista contra paramédicos, agentes contra mí, carpinteros contra agente y agentes, Papageno y Papagena. Duetos, cánones, contrapunto. Total que los piratas se llevan al de la moto -y a un carpintero mudado en guarura-, los de tránsito llaman a la policía y, cuando ésta llega, ponen pies en polvorosa -eran superados en número y ganas de pleito-, y la policía, cuya presencia no ayuda nadita a calmar el asunto, opta por la operación relámpago y me pide que la acompañe a los separos. Pero eso es otra historia.
El punto ahora es explicar cómo perdí esos 78 millones de dólares. Desafortunadamente veo aparecer el fin de la página y debo callar discretamente, por lo que tendré que esperar una semana para terminar de contarlo.