Viví solamente dos años en la Ciudad de México. Dos años fueron suficientes para que más de una década después la siga añorando. Nunca quise irme de ahí y, cuando lo hice, volver comenzó a resultarme imposible. A veces tenía que ir a resolver un trámite y a veces inventaba que tenía que ir a resolver un trámite, aunque la verdad era que la extrañaba. Dejé de visitarla porque no podía con el peso de volver a dejarla. La inmensa alegría que me producía llegar era superada por la profunda tristeza de irme de nuevo. Ahora voy muy de vez en cuando, para no olvidarla, para que no se olvide de mí. Visito a mis amigos y a mis parientes, y la visito a ella. Siempre me reservo un tiempo para mí solo, para caminar por el centro, por Coyoacán, por Tlalpan, por la Roma; para tomar el metro, el metrobús y por lo menos un pesero; para ir a mis taquerías consentidas, a un museo. Recorro mis rutas, y las rutas de mi padre, que fue también su huésped, y que también la extraña siempre.
Supongo que extraño los edificios, las avenidas, las plazas, los parques y la Universidad. Recuerdo que pasé los primeros meses ahí localizando y visitando todas las piezas de la Ruta de la Amistad. Se trata de diecinueve esculturas que fueron construidas con motivo de los Juegos Olímpicos de 1968 y que están distribuidas a lo largo de Periférico Sur. La mayoría se encontraban en abandono, con rayones de aerosol y basura alrededor. De cualquier manera me resultaron profundamente conmovedoras. Diecinueve monumentos realizados por artistas de todo el mundo celebraban la amistad entre naciones y entre los mexicanos. Una de mis favoritas, Hombres de paz, era una de las piezas más descuidadas -ahora ya ha sido reubicada y restaurada-. Consiste en un par de bloques piramidales de distintas alturas recargados en un tercer bloque que sirve como base. Sobre el bloque más altos hay una figura que semeja una mano abierta o una paloma de la paz. Toda la escultura es blanca y la recorren líneas verdes y rojas; los colores de Italia -el autor es el italiano Constantino Nivola- y de México.
Más bien extraño a la gente, a la generosísima y eficientísima gente de la Ciudad de México. Una de mis maestras, a la que tenía realmente poco de conocer, se fue de intercambio académico a California. Ella tenía una biblioteca especializada envidiable y antes de irse me concedió total acceso a sus libros además del permiso irrestricto de llevarme cuantos ejemplares quisiera a préstamo. Insisto, apenas la conocía, y confió totalmente en mí y en el cuidado que tendría con su invaluable material. Cerca de mi casa había un pequeño e importante centro de investigaciones, que también tenía una biblioteca de respeto. Como no tenía credencial para llevarme libros, tenía que fotocopiar fragmentos o capítulos frecuentemente. Quien sacaba las copias era un muchacho desgarbado y flaco, vestía siempre de negro, tenía el cabello negro y las uñas del mismo color, casi no hablaba. Y es el fotocopiador más rápido que he conocido en mi vida; para copiar varias páginas, las contaba, ponía en la máquina el número de “copias” que haría (como si fuera a reproducir una sóla página), separaba hojas con todos los dedos de la mano y pulsaba el botón de inicio. No bien terminaba el haz de luz de moverse de derecha a izquierda, el joven dark cambiaba de página y volvía a colocar el libro antes de que el recorrido lumínico volviera a iniciar. Era capaz de reproducir un libro completo en quince minutos. Al mismo tiempo, silbaba rolas de los Smashing Pumpkins.
Extraño a los rapidísimos meseros de las taquerías, que siempre cuentan los mismos chistes y que siempre se ríen sinceramente con ellos. A los vendedores informales que recorren de madrugada la ciudad para iniciar sus labores antes de las siete de la mañana. A los gritones de los paraderos de autobús sin quienes el caos sería intransitable. A los agentes de tránsito improvisados que llenan los huecos que las autoridades son incapaces de cubrir y que agilizan cruceros inagilizables. Extraño a los miles de amontonados del metro que sobrellevan horas de apretujones cada día llegando al trabajo de buenas y con sinceras y constantes ganas de reír. Extraño los tlacoyos, los pambazos, las extravagantes quesadillas sin queso, las tostadas, los caldos de gallina, la barbacoa, los jumiles del tianguis. Extraño a los desconocidos a los que encontré un día pintando un tope en la avenida del Imán y que cada seis meses compraban botes de pintura amarilla y se daban a la tarea de hacer lo que los encargados no harían nunca. Extraño los semáforos sin flecha para dar vuelta a la izquierda y que cientos de ciudadanos libraban de manera ingeniosísima y coordinada.
Y como no he de extrañarla si además de curarse a sí misma, organiza ya brigadas y centros de acopio para ayudar a curar a la gente de Morelos y Puebla y Chiapas y Oaxaca. Esa gigantesca ciudad, mi amada ciudad, es la capital de un país capaz de autogestionarse, levantarse y convertir los titulares de desgracia en titulares de solidaridad admirable; capaz de convertir otra desgracia en otra muestra de espíritu y solidaridad. Esa ciudad y este país son el hogar de millones de personas amorosas y trabajadoras, que sin esperar reconocimiento individual llevan días y noches removiendo escombro con las manos, recopilando víveres y materiales de curación, donando ropa y dinero, poniendo a disposición de los demás sus casas, teléfonos y automóviles.
Estos son momentos de profunda tristeza, pero vetas de orgullo la decoran. Orgullo de ser mujeres y hombres de paz. Orgullo de ser chilango, morelense, poblano, oaxaqueño, chiapaneco. Orgullo de ser mexicano.