Rimas infantiles: recuerdo pocas canciones de mi infancia; marinero que va a la mar y mar y mar. Imaginaba a un hombre de uniforme azul rey, barbón, cano, de rostro endurecido y ojos melancólicos. Por eso no podía ver y ver y ver. La angustia de la ceguera, le faltan ojos o sentido. Adelante de él, un mar nublado, espeso, la neblina de la memoria y la muerte. Los marineros de mi imaginación, desde muy temprano, nunca se han destacado por habladores. Hijos de perra silenciosos. Compulsión: pienso en los capitanes y los barcos como una búsqueda por el propósito, el mar de lo inevitable. Los marineros siempre me dan tristeza, su viaje es una caída a las tormentas. ¿Será culpa de Hemingway?
Un cíclope de tres ojos: uno de los personajes de He-Man se llama Tryclops, creo que era un villano que cambiaba su ojo dependiendo de su personalidad en el momento. Recuerdo a un niño que jugaba con su muñeco de Tryclops en el mercado. Giraba sus ojos y le inventaba voces. Me daba asco. En ese momento, no sólo era muy pequeño, pero definitivamente maligno. Se lo quité. Lo escondí adentro de una caja de zapatos. A él solían olvidársele las cosas. Su abuela le compraba juguetes nuevos. Pero ese no. No lo olvidaron. Lo buscaron por todas partes hasta que llegaron a mi caja de zapatos. Hablaré con el niño, dijo mi abuela a la otra abuela, una señora de ojos claros, encantadora, abuela de comercial y la mía, señora punk. Ese es el juguete que yo quiero, dije más de una vez, todavía lo digo en mis momentos más bajos. Somos la vergüenza de nuestros viejos.
Vago: cuando un niño sabía jugar Street Fighter, en mi barrio decíamos que eras un vago. Eres bien vago, amigo. Creo que todos los chamacos aspirábamos a ello, mucho antes de las bromas de Los Simpsons o ese lamentable episodio de Mad Men. Una vez fue a jugar una muchacha trasvesti. Usaba tacones y minifalda. Tenía el cabello muy largo, café y rubio. Yo estaba asombrado de mirar sus piernas; eran tan gruesas como las de Chun-Li. No, no sentía un impulso sexual, o quizás no los entendía, pero me parecía increíble: todos podemos jugar. Qué asco, dijo uno de mis cuates que andaba de mirón, pinche puto, dijo otro y al final vino un hombre al que nunca había visto jugar en mi farmacia para llevárselo a golpes y tirarle piedras. Por qué no puede jugar, pregunté a mis amigos. Qué asco, es un pinche puto. Por qué. Eso, imagínate si te toca. Sí, qué asco. Todavía me pregunto si aquella muchacha era un vago para el Street Fighter.
No buscas la verdad del mundo: el libro es un acto íntimo, de ahí su pureza indudable. La mayor parte del tiempo leemos solos, sin presentar un teatro o una máscara; el acto es muy sencillo, siéntate y lee, no hay quien te mire, quien te eche piedras o corrija la canción que aprendes. El cuerpo es silencioso mientras la cabeza trabaja. La escritura está llena, sin embargo, de engaños y de vicios. Dos tazas de café, eso me ayudará a escribir mejor. Un cigarrillo, dos kilos de coca, un paseo con el perro, un bailecito con mi mejor amigo, adentrarme a la sierra para conocerme a mí mismo. Todos los trucos que se inventa uno para afectar a su escritura. Recuerdo mis lecturas de niño, la multiplicación del tiempo y de vidas. Nunca dejaré de hacerlo, me prometí, y luego la invitación inevitable a desentrañar ese proceso, el arte ajeno. Ves que no es lo mismo. No eres un vago, amigo, te faltan horas de repetición y procesos. Para escribir necesitas un Tryclops.
La princesa y el héroe: mi abuela puso una pieza de Tchaikovsky. Escúchala, Agustín, antes de irnos quiero que la escuches. Presta mucha atención. Cierra los ojos. Obedezco. Siempre me ha gustado la dulzura y el invierno de Tchaikovsky. Empieza el piano. Reverbera. Veo una cueva. Es un príncipe, quizás un marinero, un hombre triste, pero valeroso. Lleva una espada, salta las plataformas, enfrenta monstruos, cíclopes quizás. El mar de niebla y la memoria abre la puerta a los demonios. Qué le pasa a Tchaikovsky, por qué me entiende. El príncipe encuentra una jaula, abre la puerta, ha salvado a la trasvesti. Digo a mi abuela: es un hombre rescatando a una princesa. Mi abuela se ríe, no seas ordinario, Agustín, ya madura un poco. Pobre, ella no, yo, porque me he tenido que tragar esto durante años y como ella, mi redención terminará en la tumba: abuela, estábamos escuchando La bella durmiente.
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