Como cualquiera que vivió su niñez durante la década de los 80 del siglo pasado, antes del boom de la tecnología que permitieron primero los videojuegos en consolas en casa, y ahora en la comodidad del teléfono inteligente, mis primeros juegos consistieron en los típicos de carritos y pelotas. Hablo de aquellos días cuando todavía se podía salir a las calles en vacaciones de verano, por la seguridad que imperaba, y porque así se estilaba antes de que, ahora como papás, busquemos un curso de verano donde resguardar a los niños. Lo más típico para socializar en los primeros años eran las escondidas o el stop, y se iban transformando al paso de los años, en shangai o las famosas cascaritas futboleras.
Para entonces la televisión se había posicionado como el medio de comunicación de masas que, por mucho, había desplazado a la radio. Ya muy pocas abuelas escuchaban radionovelas y algunos viejos se entretenían con la serie que protagonizaba José Candelario Trespatines.
Jugar a vaqueros e indios en nuestros tiempos ya no estaba de moda; quizá su auge había sido una generación atrás, en la transición del radio a la televisión, gracias a series como El Llanero Solitario. En ese juego, sin reglas absolutas, reminiscencia del periodo histórico que refleja la expansión territorial de los habitantes de las trece colonias primigenias de los Estados Unidos hacia los estados de la Costa Oeste, atraídos por la fiebre del oro, consistía básicamente en dos bandos, obviamente uno de vaqueros y uno de indios, que se disputaban un territorio determinado en donde triunfaba el bando cowboy, el de “los buenos”
Esos roles no eran gratuitos, eran más bien reflejo de lo visto en series de televisión, películas y hasta la literatura disponible: basta recordar el famoso Libro Vaquero y que en esencia la historia debía retratar a un vaquero preferentemente redimido pero celoso guardián de la ley del revólver, una voluptuosísima mujer generalmente en peligro, y con el límite del vestido rozando en la indecencia, y el patiño: un indígena, que ya en el tenor de los estereotipos, no solamente era de piel color roja casi bermejo, preferentemente sioux o apache que a veces era acompañante del vaquero héroe bueno, pero en otras era un despiadado cortador de cuero cabelludo a pura hacha, y claro, en muchas ocasiones un villano al propasarse con la señorita queriendo brincarse las trancas sociales no por malo, sino pretendiendo hacer una mezcla de razas para mejorarla, situación que nunca entendían ni la poco recatada señorita ni el vaquero con rostro curtido y actitud de Clint Eastwood.
Con ese y algún otro estereotipo convivimos: en la versión original de El Llanero Solitario (The Lonely Ranger) su caballo lleva por nombre Silver y pasó traducido literalmente como “Plata”; el caso de su escudero, fue conocido en español como “Toro”, sin embargo, su nombre original en inglés era “Tonto” y se creyó que dejarlo así en español era, cuando menos, ofensivo.
Todo este rollo introductorio me sirve para ejemplificar una situación que se vive desde tiempos inmemoriales con las poblaciones originarias, pueblos aborígenes o pueblos indígenas. Desde que fray Julián Garcés condenó que los indios mexicanos fueran seres despojados de razón, equiparados a animales o cosas, nos permite conocer, en una primera instancia, la bonhomía del dominico y en una segunda, la forma en que los primeros españoles consideraron al indio nativo de estas tierras.
Durante muchos años, la política sobre los indígenas fue de tutela por parte del estado. Durante el Virreinato fue práctica común asignarlos como premios por servicios prestados a la corona incluidos en tierras otorgadas por mercedes. No dista mucho en esencia de políticas contemporáneas en donde todavía algunos cuestionan la condición política de los pueblos indígenas y sus derechos (políticos, agrarios, etc.)
A últimas fechas, se ha considerado urgente el respeto de la autonomía y a la libre determinación de las comunidades indígenas. Aún y cuando no es un tema que en Aguascalientes se presente como prioritario, si consideramos que según cifras de Inegi en el Estado, junto con Coahuila, Guanajuato y Zacatecas, apenas contamos cada uno con el 0.1% de hablantes de alguna lengua indígena, sí es necesario meditar sobre las acciones que nos afectan en una sociedad diversa dentro de un mundo globalizado.
Desde 2005 se consolidaron 28 distritos electorales indígenas en el país, integrados por municipios en los cuales por lo menos el 40% de su población es culturalmente indígena (incluso por auto adscripción), como un primer paso para mejorar la calidad de la democracia. De esta manera se prevé que se amplíen los canales para la participación de la ciudadanía, situación en la que nos encontramos el día de hoy.
La Organización de las Naciones Unidas estableció el 9 de agosto como el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, y con mayor o menor fortuna, en el ámbito electoral se ha procurado la reivindicación a través de su participación en la solución de problemas comunitarios respetando sus normativas de convivencia interna, a tal grado que es de uso común que algunos institutos electorales vigilen procedimientos de elección de autoridades basados en usos y costumbres, como votación en pizarrón o por filas, por aclamación o levantando la mano, como una manera de reconocer su cultura, lengua, autonomía y libre determinación.
Hagamos lo propio desde otras trincheras, reconociendo en su justa dimensión el gran legado dejado por estos pueblos originarios, cuna gloriosa de las culturas actuales.
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