Yes, ‘n’ how many times must a man look up
before he can see the sky?
Yes, ‘n’ how many ears must one man have
before he can hear people cry?
Yes, ‘n’ how many deaths will it take till he knows
that too many people have died?
The answer, my friend, is blowin’ in the wind…
Blowin’ in the wind – Bob Dylan
La locución latina Super Omnia refiere a aquello que está por encima de todas las cosas, lo que se encuentra sobre todo. De esa locución viene nuestro concepto de Soberanía, del poder soberano, de la facultad super omnia. El humano -en tanto zoon politikon, ese animal social aristotélico- necesita de su colectividad para subsistir; somos una especie que perece en el individuo, pero que se inmortaliza en el colectivo. Para tales efectos necesitamos al Estado; esa abstracción mezcla de leyes, población, territorio, gobierno, historia cultural común y coincidente proyección a futuro. El Estado es necesario porque en torno a éste es que nos congregamos para la trascendencia en el tiempo. Pero el Estado necesita indefectiblemente la posesión de un poder soberano; de un poder que sólo le pertenezca al Estado, que esté por encima de todo y sobre el cual no haya nada. El poder del Estado es también abstracto; pero, para su ejecución, se materializa en la capacidad de coacción y ordenamiento que un sector de la población puede infligir de manera estable sobre los demás.
El poder soberano del Estado puede configurarse de varias maneras. Históricamente han sido perdurables dos modelos: el monárquico y el republicano. En las monarquías, el poder soberano reside en su totalidad en una sola persona (el monarca) o grupo (la nobleza monárquica), bajo el argumento de que esta persona o grupo (y su linaje) poseen características distintivas que el resto del colectivo no posee, casi siempre de carácter hereditario, que le predisponen al poder. Este poder soberano residente totalitariamente en un individuo o grupo, no se divide para su ejercicio, de modo tal que el mismo ente que administra, también hace leyes y juzga los delitos. En este sentido, el grupo político en las monarquías se perpetúa en el poder a través de su linaje, y éste sólo puede ser removido mediante la abdicación, la sucesión hereditaria o el parentesco estratégico con otro linaje, y la invasión externa o la revuelta interna. El modelo monárquico en su expresión más pura es algo anacrónico, y el sentido común logró que no prosperara hasta la actualidad occidental, pues tuvo qué incluir elementos republicanos, como el peso de los parlamentos, o los ministerios para la administración pública. Sin embargo, se conserva como una suerte de símbolo apoyado en el basamento de la costumbre.
Por otro lado, en las repúblicas, el poder soberano debe equilibrarse para no ser poseído de manera totalitaria por un solo individuo o grupo político. Así, el Estado fundado en república habrá de tener una división tripartita del poder: un grupo (o individuo) que administre la recaudación tributaria y la regrese al colectivo; otro que confeccione las leyes que rijan a todos; y otro que se encargue de la magistratura para la dotación de justicia imparcial. Una necesidad esencial de este modelo es la de renovación. El individuo o grupo en el poder deben rotar cada cierto tiempo. Mientras que en las monarquías, el poder se justifica en las características especiales de una clase sobre otras; en las repúblicas, el poder soberano se justifica mediante el consenso colectivo: el poder republicano es otorgado por la comunidad a un sector social -para su imposición general- por medio de mecanismos basados en una representación más o menos democrática.
La política democrática tiene un doble cariz: por un lado es la representación del conflicto, de las posturas antagónicas entre los grupos que detentan el poder o su influencia en éste. Por otro lado -y al mismo tiempo- es la representación del consenso, de la posibilidad de acuerdo entre las partes, en aras del fin mayor que es la persistencia del Estado. Este ejercicio de la política es más complejo en las repúblicas que en las monarquías. Sin embargo, ha habido ejercicios del poder en los que una república padece la insistencia de un individuo o grupo por perpetuarse en ese poder, sea para defender la prevalencia del Estado amenazado por la presunción de intimidaciones desde afuera (reales o simbólicas); desde adentro, por descomposiciones intestinas; por mera ambición del grupo gobernante; o por la mezcla de las anteriores. En tal menester, las repúblicas (cuyo poder debe ser necesariamente tripartita) que ven amenazado el principio de rotación en la representación del poder, corren dos riesgos importantes: uno, deben modificar el arreglo legal para ajustarlo a las necesidades del grupo que intenta perpetuarse (lo que viola el equilibrio de poderes ante el legislativo); y dos, deben acallar a sus opositores, ya sea coaccionándolos o criminalizándolos (para esto, la coacción o la criminalización por motivos políticos, se corre el riesgo de violar la autonomía del poder judicial). De lo anterior se desprende que un grave riesgo para la república es la perpetuidad de un grupo en el poder. Por no abundar en el hecho de que esto aniquila las posibilidades democráticas, aún y cuando -en un caso de histeria colectiva- sea el mismo pueblo el que exija la perpetuación del grupo gobernante.
Gaius Iulius Caesar, cónsul de la -entonces- república romana, ocultó su ambición bajo el disfraz de convicción presentado a su pueblo de que vivían bajo una amenaza doble: los ejércitos extranjeros que golpeaban la expansión romana, y la sedición de varios miembros del senado que se confabulaban para estropear su modelo de gobierno. Para lidiar las amenazas resolvió que sus fieles en la legislatura le concedieran el título de Dictator, acompañado de los poderes especiales de veto y decreto. ¿Qué significó esto? Que el Dictator podía -precisamente- dictar las leyes o anularlas a su antojo. El título de dictador tenía caducidad, pero César consiguió que se le concediera Ad perpetuum; es decir, para siempre. Simbólicamente, la República Romana había muerto. En su lugar se levantó el imperio, a cuya cabeza no estaba una organización de contrapesos políticos como materialización del Estado, sino la prevalencia del Imperator Super Omnia, del hombre que imperaba sobre todo. El modelo romano, uno de los más altos modos de civilización occidental, mutó de una república a una suerte de monarquía. La historia se encargó de mostrarnos el fin que tuvo ese modelo.
Las lecciones de historia son útiles en tanto sepamos leer en ellas nuestro presente y -acaso- la proyección del futuro. Por eso nos debe importar Venezuela. El artificio de las amenazas externas e internas ha conducido al grupo en el poder a intentar perpetuarse, porque -a decir de sus promotores- su modelo es el único aceptable. Para lograr esto, han tenido que vejar los contrapesos tripartitos del poder republicano: amén de haberse regalado poderes especiales, han confeccionado un constituyente a modo; y -para acallar a su oposición- han criminalizado la protesta, con la corrupción judicial que esto implica. Venezuela vive la amenaza real de padecer un poder soberano totalitario, residente en un sólo grupo que gobierne, legisle, y juzgue sobre todos los demás en el colectivo nacional. Esto ha arrojado en aquel país –en los últimos meses- ya más de la centena de muertos y varias de encarcelados, y ha orillado a las demás naciones a pronunciarse, unas a favor y otras en contra del totalitarismo venezolano. En ese sentido, en México debemos ser respetuosos de la autodeterminación de los pueblos, doctrina de la diplomacia nacional que nos dio renombre y prestigio en la turbia época de la guerra fría; pero -al mismo tiempo- a partir de este ejemplo en previsión, debemos arreglar la casa, mejorar nuestra capacidad de diálogo, fortalecer las instituciones que ejercen el poder del Estado, velar por los contrapesos del poder, hacer ciudadanía democrática; porque, aunque no lo queramos ver, el fantasma del totalitarismo ronda de cerca, tanto al sur como al norte. Ese fantasma ha sido el asesino de las repúblicas, y la nuestra -desde hace sexenios- no ha gozado de buena salud. Como quiera verse, la historia suele ser un maestro implacable.
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