. _ _ _ _
Un verano, mis padres nos enviaron a mi hermana y a mí a clases de mecanografía. No había computadoras en las casas, no existían los celulares, internet sólo aparecía en la ciencia ficción. El método era modernísimo: sentados frente a nuestras máquinas Olympia -cuyas teclas tenían cinta que impedía ver las letras- observábamos la proyección de un teclado y seguíamos las instrucciones. La cu se iluminaba de color verde y una voz agradable y mecánica decía “cu”. Entonces tecleábamos, obviamente, q. Y seguía… a, z, w, s, x una y otra vez. Después el alfabeto, luego la tecla de mayúsculas, los números. Superado el nivel de principiantes, el objetivo era la velocidad. En otro salón, una hoja colgaba de la pared por encima de la máquina y unos audífonos marcaban el ritmo. Leíamos, escuchábamos y escribíamos. En mi casa hubo máquinas mecánicas, después eléctricas y por último computadoras, las secuelas de lo que aprendí ese verano sobreviven hasta ahora, incluso en este momento, mientras escribo.
. . _ _ _
La escena se repitió decenas de veces. Mientras conversábamos ruidosamente en el café, las personas de las mesas entre las que estaba la nuestra lo hacían de manera silenciosa. Todos ellos se comunicaban mediante el lenguaje de señas. En ocasiones, platicaban de mesa a mesa “a través” de nuestro grupo. Se traficaba frente a nosotros con anécdotas, discusiones, preguntas y respuestas, y no teníamos manera de entender nada. Nosotros nos despedíamos dándonos las manos y diciendo adiós. Ellos continuaban platicando mientras se alejaban; imagino que ultimaban los detalles para su próxima reunión, aunque bien podrían haber estado intercambiando chistes subidos de tono, consejos de último momento o planes para un escarceo amoroso.
. . . _ _
Era un grupo de primer semestre, así que el ambiente era menos universitario que preparatoriano. Llegaban tarde, después de haber jugado futbol, o se salían antes, pues debían ir a jugar futbol. Había que callarlos. No entregaban sus trabajos, y cuando lo hacían se trataba de plagios descarados. Entre las excepciones, había una chica invidente que estaba siempre a tiempo, entregaba sin falta su tarea, y debía cargar una máquina pesadísima con la que tomaba sus apuntes en Braille. Su capacidad de concentración era admirable, por encima del bullicio de sus compañeros escuchaba cada palabra que se decía. Era la que mejor conocía la gramática -y la ortografía-. Incluso leía mientras escuchaba. Yo explicaba algún concepto, intentaba convencer a su compañera de que leyera, aunque fuera diez páginas, o permitía a los trogloditas entrar o salir, y ella deslizaba los dedos por una hoja en blanco para estudiar.
. . . . _
Algunas de las primeras máquinas de escribir tenían como objetivo facilitar a los invidentes la escritura; otras buscaban acelerar la producción de textos presentables. Inicialmente las usaban asistentes de oficina, se trataba de herramientas de trabajo. Después de más de ciento sesenta años, la máquina de escribir sigue viva en los teclados de teléfonos, tablets y computadoras. El nacimiento del lenguaje de señas es tan antiguo como La Ilíada, cientos de culturas cuentan entre sus logros alfabetos que pueden ser “pronunciados” con las manos y el rostro. Hay lenguajes de señas por continente, por país, por idioma y por dialecto. Este recurso milenario, prehomérico, comercia todavía afectos, rumores y verdades a la velocidad de la luz. Casi dos siglos después de que los esfuerzos de Louis Braille por saber más, decir más y leer más, existen “pantallas” táctiles que dicen, en blanco, cualquier palabra.
. . . . .
No ocurrirá, pero me gusta imaginar qué pasaría si buscáramos todos aprender esos sistemas, esos códigos y traducciones. Me gusta pensar una escuela primaria cuyos graduados puedan conversar a la distancia sin hacer ruido, despedirse locuazmente con palmadas en la espalda o, cuando menos, escribir a “máquina” con todos los dedos de la mano. Quizá deberíamos preservarlos, difícilmente será loable perder caminos para la comunicación. O, por qué no, a lo mejor, algún día, tengamos que recurrir a simples puntos y rayas para manipular un reloj para salvarnos de Gargantúa.