“En torno de una mesa de cantina/ una noche de invierno/ regocijadamente departían/ seis alegres bohemios” este, el tradicional poema de año nuevo (¿quién no lo escuchó, en versión distorsionada, por alguno de sus tíos en estado completo de ebriedad?) bien pudiera aplicarse a una de las secuencias a la fotografía que nos regala Everardo González, pero aquí no hay copas de ron, ni whisky y mucho menos ajenjo, solo una bebida alcohólica de alta graduación, espesa y de color blanco, que se obtiene de la fermentación del jugo del maguey, la imagen es de La canción del pulque (2003) un documental que busca penetrar en los orígenes y el destino final del pulque, por ello nos muestra a productores tlaxcaltecas, pero también retrata, íntimamente, a contertulios en una taberna libando el elixir sin pudor, fumando y dejando escapar al cielo la vida de los sueños, brindando por la esperanza, el pasado y la amargura, la inspiración o tantas otras cosas. Dato curioso: el autor del Brindis del Bohemio, Guillermo Aguirre y Fierro, según se lee en “La Madre y los seis alegres bohemios” de José de la Colina, dirigió el periódico El Tecolote en Aguascalientes, por allá de principios del siglo pasado.
En esta, que no es cantina sino pulquería y lleva por nombre La pirata, no escuchamos “los heptasílabos y endecasílabos de ese tal vez no más leído, pero acaso más declamado poema de la literatura mexicana”, (José de la Colina) sino un guitarrista, un moderno juglar que ha compuesto sin número de canciones, basadas todas en las anécdotas que escucha de los contertulios. Es de destacar la confianza que logra la cámara, persigue al pulquero mientras cura el vital líquido, sus clientes se dejan querer, incluso llega a acercarnos a ellos en lo más rudo de la francachela, es desgarradora historia de una mujer que a lágrima suelta, narra las ocasiones que ha sido violentada y usada por los hombres.
La narrativa de Everardo González nos hace descender a un México mágico, ese que nace en los pequeños pueblos rurales, ese árido paisaje de Tlaxcala -pero que bien pudiera ser cualquier estado del centro y norte- y nos introduce en la vida privada de los tlachiqueros (recolectores de pulque). Recuerda lo hermoso que es pueblear en este país, desde pequeño mi papá nos sacaba a recorrer las localidades circunvecinas; hace un tiempo evoqué esas expediciones y me percaté que la inseguridad había provocado una suerte de reclusión en una entidad segura como la nuestra. Tomé la determinación de no ser rehén del miedo y entonces comencé a transitar las carreteras de este hermoso país para, con las precauciones de cualquier viajero y dentro de posibilidades económicas y de tiempo, recorrer comunidades. Me parece oportuno un comentario al margen: es fundamental recobrar a la brevedad la tranquilidad de nuestro estado, pues cuando uno regresaba de viaje, apenas entraba a los límites territoriales, experimentaba una calma que comienza a desaparecer, urge recobrar esta paz.
El programa de pueblos mágicos si bien es un acierto, peligra por varias situaciones, la principal es esa inseguridad, pero la segunda y también muy importante tiene que ver con la ausencia de las acciones de las autoridades para consolidar las atracciones de las poblaciones sujetas a este esquema. Recuerdo solo dos ejemplos: las hermosas Mexcaltitán y San Blas, al menos cuando yo las visité, se enfrentaban a exceso de basura, falta de infraestructura así como de información turística. Por el otro lado, también el abuso del programa es un riesgo, hay los que han sido incluidos en esta política pública, pero que no son tan mágicos, incluso carecen de las mínimas atracciones enigmáticas que debieran caracterizarlos.
Una de las constantes que se puede descubrir en los pueblos mágicos del centro de México, es justamente el pulque, se puede beber en Real de Catorce o durante el camino hacia las espectaculares grutas de Tolantongo, son tantos los lugares de la agreste aridoamérica que ofrecen el licor blanco prehispánico, que durante la visita a cualquiera de las comunidades, se disfruta estar sentado, como todos los parroquianos de La pirata, pidiendo justamente una de las bebidas que la cámara de Everardo nos muestra en su preparación: un delicioso curado de guayaba.
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