Uno de mis géneros preferidos de videojuegos es el de explorar mazmorras, o como le llaman en inglés: dungeon crawler. Hoy en día hay muchas maneras de ver y apreciar estos juegos, de saborearlos, pero en sus inicios se jugaban a través de texto. Podríamos decir que la primera ficción interactiva fue un calabozo y el lector, prisionero, debía buscar entre líneas pistas para encontrar la salida o al menos, si era tenaz, un final satisfactorio. Es un videojuego porque las letras se despliegan en una pantalla, pero es un libro porque el contenido de texto y sus posibilidades son infinitas, secretas.
Borges, de un modo erudito e inexorable, apreciaba estos juegos, estos cientos de vidas cuando hablaba de laberintos y de la duplicidad. Un jugador de mazmorras de lo que menos se preocupa es de la muerte, sabe que morirá y que se encontrará a sí mismo, reiterando el sacrificio de su tiempo y sus dedos, en los pasillos donde ha muerto una y otra vez. Pero hay una variante, esta vez es un poco distinto, quizás un poco más sabio. Cuando los libros tienen instrucciones, pasa de una página a la otra, y súbitamente te encuentras con tu muerte es muy fácil susurrar una rabieta, darle al objeto físico libro o el mundo digital juego, el regalo de una sensación humana. Las criaturas de papel están vivas, se mueven. La situación tiene el riesgo de apropiarse de la realidad. Medio dormido te preguntarás cuántas veces has perdido la cabeza en una trampa, en una caída, en los jugos digestivos de una babosa gigante. Estoy vivo, pero he muerto. ¿Cuántas veces más debo morir para encontrar la salida? Jimi Hendrix: We gotta get out of here said the joker to the thief.
Pero el género se alejó del texto para jugar con los gráficos y el personaje, en vez de ser un narrador, se convirtió en un actor con cámaras en primera o tercera persona. Las mazmorras más difíciles se juegan en los ojos del protagonista, algún brujo o guerrero exiliado, que busca cómo escapar de pasillos aparentemente iguales mientras huye de esqueletos vivos u hombres draconianos. En sus primeras versiones ninguno de estos juegos contenía un mapa decente y debías tener un cuaderno a tu lado para dibujar un mapa. Reminiscencia de los calabozos y dragones donde algunas aventuras ocurrían únicamente en la cueva de algún dragón astuto. Líneas, recuadros y el cuaderno de matemáticas se convierten en un laberinto. En las últimas producciones del género, los mapas los dibuja el sistema en alguna esquina de la pantalla conforme avanzas, los pisos suelen construirse gracias al algoritmo de algún programador sumamente cruel. Estos juegos sobreviven de la frustración, el aprendizaje del jugador no sólo aceptar la muerte sino aprender de ella.
El proceso de escritura de algunas historias es así: una exploración constante en las mazmorras. Matas un guerrero esqueleto, engañas a un cíclope, te llevas dos monedas de oro, encuentras un cofre con una fabulosa cota de malla y unas pociones de maná para echarte un gallito del encantamiento cuando quieras escupirle a un dragón tu propia bola de fuego. Las acciones son similares. El prisionero aprende a detenerse para saciarse con los detalles y apreciar la textura de los muros; entender el nacimiento de las grietas y oler el musgo; diferenciar los charcos de sangre de los de óxido y agua; mirar a los ojos a los fantasmas de algún pasado inevitable, el mismo pasado que te arrastró a la trampa. La escritura es memoria, es juego, es hacerse un mapa de un laberinto propio para que otros puedan recorrerlo, entenderlo, poseer los tesoros que nosotros encontramos en él. Sí, quizás. La gracia de los libros, la biblioteca de Babel, es que a pesar de todo el dolor y toda la sangre, de una memoria herida y fragmentada, es que también tiene la oportunidad del juego, también es un templo al espíritu lúdico.
Los niños que vivieron en esos juegos, algunos de ellos, seguramente memorizaron los caminos: norte, este, sur, sur, este, norte, atrás del muro mohoso con el esqueleto colgado. Algunos de ellos, quizás, caminarán las calles como quienes recorren los muros marrones de una arquitectura imposible. Lo mismo que la relectura de algún libro traidor, triste, ese que releemos porque sabemos nos hará llorar y pasamos las páginas ansiando la confrontación, el momento de hallarnos al doblar la esquina y comunicarnos con el lector del pasado, nuestro doppelgänger, el que nunca huyó, el que se quedó atrás. Los prisioneros sobreviven gracias a la obsesión de aquel hogar.