Ciertamente como apuntan la totalidad de las críticas, Emoji: la película (2017) es tan mala, que no la salva ni el divertido cortometraje previo a la cinta, sobre la saga de Hotel Transilvania, que trata sobre el tradicional vampiro convertido ahora en abuelo consentidor; vamos, ni siquiera la compone la forma en que se burla de los intelectuales de Facebook, de esos que, al grito de somos una legión de idiotas (Umberto Eco dixit) creen que el conocimiento se crea mediante posts y no a través de artículos científicos, opinólogos sobre todo y sobre nada, o aquellos, citando al ilustre poeta guatemalteco Ricardo Arjona “intelectuales del bronceado, eruditos de supermercado, tienen todo pero nada lo han pagado”, todos esos de los que en Aguascalientes tenemos buenos ejemplos. No, a pesar de que se asoma una hermosa crítica a ellos, Emoji sigue siendo mala.
Meh, es un emoji cuyo único fin es funcionar en el celular de un adolescente, precisamente para expresar el sentimiento de indiferencia, sin embargo, tiene un error de programación por lo que termina siendo un icono que no se ajusta a los parámetros determinados y puede emitir diferentes emociones, por lo que desencaja en un sistema donde cada uno de los símbolos tiene una función específica respecto de la cual, no pueden apartarse. Alerta de Spoiler: por esta diferencia es mandado ser eliminado por los bots, por lo que emprende la huida buscando ser reprogramado para ser como todos los demás, común y corriente, en el entendido de que así podrá por fin, ser útil para su cibersociedad, cumplir con su ratio per se; sin embargo, durante su periplo, conoce a una hacker que le muestra que ser diferente, que tener su propia personalidad, lejos de ser un error, es una virtud. Así, Meh terminará siendo un emoji que no tiene una función determinada, no tiene una faceta unívoca como los demás, sino que proyecta una multitud de sentimientos, lo que según se expone en la cinta, lo hace más humano.
El final de la cinta expone de forma velada, una idea que permea en algunos países de primer mundo: evitar estereotipar lo más posible. Por ejemplo, Francia, donde existe una noción importante de multiplicidad de grupos sociales conviviendo en un mismo sitio, que es “el libre desarrollo de la personalidad”, consistente en la posibilidad que tenemos cada uno de ser como queramos ser, de vivir como nos dicte nuestra propia conciencia exclusivamente, en fin, de llevar al paroxismo uno de los enunciados del principio de autoridad: que el ciudadano puede hacer todo aquello que no le esté prohibido y estas prohibiciones definitivamente son determinadas por el límite de los derechos del otro, de que en el ejercicio de mi libertad no violente las prerrogativas de alguien más; una interpretación del apotegma juarista por excelencia: “entre los individuos como entre las personas, el respeto al derecho ajeno, es la paz”.
Efectivamente, este principio debería de ser suficiente para lograr la paz social: el respeto del otro en su individualidad, entendiendo el principio de indivisibilidad, si se viola un derecho, se violan todos; comprendiendo que no hay necesidad de forjar muros que violenten la libertad y el ejercicio de sus derechos a los otros, para sentirnos satisfechos en los nuestros (situación de la que recientemente hemos visto mucho en nuestra ciudad, particularmente en el Congreso del Estado) no por nada, Francia, ha sido siempre, faro rector en materia de derechos humanos, los ejemplos son vastos: René Cassin, Voltaire, Simone de Beauvoir o Jean François Lyotard.
Tal vez sea la parsimonia de las vacaciones, o que en la cartelera no había otra opción para niños que no fuera Mi villano favorito 3, pero los poco más de noventa minutos, no nos resultaron tan intolerables como algunos sostienen, por el contrario vimos un par de detalles entretenidos, desde el recorrido por aplicaciones que son el pan nuestro de cada día, aunque no seamos millenials (Twitter, Spotify, Instagram, Facebook, etc.) hasta el chiste sobre unos ancianos emoticons, que nos recuerda el cómo iniciaron estos ideogramas en los rústicos mensajes de texto que comenzamos a mandar en los viejos celulares Nokia (y su adictiva viborita) o a través del entrañable messenger (la primera versión). Un recorrido por nuestro nuevo mundo de aldea digital, donde pasamos más tiempo pegados a un celular, que en el mundo real, lo que en el fondo puede ser no tan malo, nos comunicamos más rápido y mejor, y la impersonalidad de los bits, muestra también esta idea de Meh: no estereotipar a los demás, después de todo ya estamos en una nueva versión (de software, pero también de pensamiento).
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