Miércoles, 6:45 p.m. En la esquina de la salida a Zacatecas y Av. Aguascalientes, más de treinta personas esperamos el camión. Las horas pico se han disuelto, el tráfico es casi tan insoportable ahora como lo fue a las 4 y como lo será a las 8. Sin embargo, no somos tantos los que aguardamos: unos siete u ocho por cada ruta. La 40 pasa dos veces, también la 35; la 30 y la 18 sólo han pasado una vez. Ninguna se ha detenido. Todos hacemos la señal para que lo hagan -si entre las obligaciones estuvieran hacer la parada siempre, esperar un par de minutos, cumplir un horario, no deberíamos levantar una y otra vez la mano-. El señor que lleva dos bolsas de verduras -todavía hay algunos locales abiertos en el Agropecuario- espera desde hace más de media hora. Él ya vio la 45 una vez, también llena, tampoco se detuvo. Y me comenta que la 18 que acaba de pasar es la tercera que va de largo.
A la vuelta, sobre salida a Zacatecas hacia el sur, otras quince personas esperan taxi. Por lo menos tres se detienen. Dos lo hacen para preguntar primero, a dónde va, decir enseguida, uh no, y continuar su trayecto solos. El tercero no pregunta nada, baja del vehículo, abre la cajuela, sube las seis bolsas grandes de mandado. Ella se acomoda en el lugar del copiloto, saluda al niño que se ha pasado al asiento trasero y cuando el chofer vuelve a entrar le da un beso.
Ya viene de nuevo la 18. Algunas personas dan un paso al frente y levantan la mano inútilmente, otra vez. El camión acelera. Un señor baja la mano, da la media vuelta, desanda el paso dado y dice carajo.
Aquí no lograré nada. Camino sobre segundo anillo en dirección a la Av. Independencia. Los camiones siguen llenos y los esporádicos taxis o van ocupados o no están en servicio. Dos chicas, aburridas de esperar también, caminan frente a mí. Vamos sobre el arroyo lateral de la avenida porque no hay banquetas, las agencias de autos confirman su vocación haciéndole imposible la vida al peatón. Ocho jóvenes viajan en la caja de una camioneta, pasan al lado de las chicas, uno de ellos les grita una grosería y sonríe. Ellas avanzan. Por lo menos dos señores que reposan en las escaleras afuera del banco las miran y sorben sonoramente -¿se imaginarán a sí mismos atractivos haciendo eso?-. Antes de cruzar Independencia, dos jóvenes se cruzan con ellas; espero su ataque, pero resultan excepcionales. Se hacen a un lado para que ellas pasen. No voltean para mirarles el trasero, y siguen platicando.
Nueva parada, mismo escenario. Es más tarde y más gente espera. Para fortuna de las chicas, un ruta 40 acaba de llegar, también está rebosante, pero el semáforo lo detiene. El chofer les abre la puerta y las deja subir. Yo tendré que esperar.
Las ciudades, nuestras ciudades, comenzaron todas como pequeños asentamientos. El número de sus usuarios era relativamente pequeño, la distancia entre uno y otro extremo de la urbe era perfectamente caminable. No hacían falta los autos, pues el problema que podían haber solucionado no existía. No habrían ayudado. Y las ciudades crecen, y el crecimiento implica ciertos inconvenientes. Si no es práctico caminar desde mi casa a mi trabajo, si la ciudad contiene ya distancias que sobrepasan a los peatones, habrá que diseñar algo que nos permita seguir recorriéndola. Unos, los pocos, comprarán carros. Los más recurriremos a la solución que las autoridades diseñen: el transporte público.
El problema es el siguiente. Ni la aplicación ni sus actualizaciones ayudan realmente. El objetivo del transporte público es que las distancias no caminables -o pedaleables para quienes andan en bicicleta- resulten por lo menos recorribles. El transporte público debería mejorar nuestra calidad de vida, pues ésta se ve disminuida si tenemos que perder dos o tres horas caminando para poder llegar a nuestros trabajos, y otras tantas para volver a casa. Sin embargo, esperar cuarenta minutos o más; recibir el desaire de uno, dos o tres camiones; viajar en vehículos repletos; rogar que no sea la hora en que deciden acortar la ruta por sus pistolas; no es, ni remotamente, mejor que la opción impracticable a la que sustituye, caminar todo el día. Estamos en el mundo del perder-perder.
Para algunos desarrolladores de software, el principio fundamental que ha de tomarse en cuenta para diseñar un programa es: debe ayudar a la gente. Es decir, así sea para el ocio, cualquiera nueva característica de un programa, o cualquiera nueva “aplicación” sólo tendrán sentido si de alguna manera facilitan algo a alguien. Por supuesto, la propuesta no es exclusiva del área; ni siquiera se origina ahí. Pero viene bien como ejemplo. Es difícil imaginar que alguien se pueda sentar horas y horas a teclear líneas de código cuyo diseño tenga como objetivo hacer más engorrosa, oscura o lenta una tarea. Exagero, no es tan difícil de imaginar; alguien ya diseñó, tecleó y puso en marcha un programa sin sentido que no sólo no ayuda a nadie, sino que disminuye la calidad de vida de sus usuarios: se llama transporte público.
Quejas, comentarios, invitaciones a los tacos o al café: [email protected]