Emmanuel Macron, presidente de Francia, dijo, en una conferencia de prensa celebrada en el contexto de las reuniones del G20, que combatir al terrorismo exigía, asimismo, continuar con las acciones para atenuar los efectos perniciosos del cambio climático. El dicho del presidente francés provocó un cúmulo de declaraciones, en su mayoría desfavorables a esa idea. Algunas personas la calificaron de disparate; otros, más benévolos, de ininteligible; a casi nadie le pareció un señalamiento sensato. ¿Tiene Macron alguna razón en lo que dijo? Veamos un poco más de cerca el asunto.
Sobre la relación entre cambio climático y violencia social, ilustres personajes han comentado el tema mucho antes de que el presidente francés se pronunciara sobre ella. Recuerdo un pasaje, incluido en la vasta obra de Ernst Jünger, en el cual se alude a esa interconexión. El connotado autor alemán relata que una persona, en un cierto lugar de un cierto país, observa la llegada de parvadas de pájaros, más numerosas que aquellas que suelen avistarse en esa estación del año. Deduce entonces, del hecho anómalo advertido, que las cosechas de la región aledaña se han perdido por el mal clima y que los pájaros buscan alimento en los sembradíos de su tierra. Concluye que habrá que prepararse para las invasiones, toda vez que los vecinos sufrirán también la carencia de alimentos y podrían querer tomarlos, por la fuerza, de la región en donde él habita.
Sobre la misma relación entre clima y violencia social se menciona, ya más recientemente, que el ministerio de relaciones exteriores de Alemania ha encargado, a un grupo de expertos, trabajos en esa materia. El motivo que anima las investigaciones aludidas es que la escasez de alimentos y de agua potable agrava situaciones, ya frágiles por variados factores de distintos tipos que las afectan, y puede influir en el desencadenamiento de la violencia en el seno de las comunidades humanas.
En otro estudio se ha considerado un caso más concreto: En el lago Chad, en África, se observa que la superficie ha sufrido una reducción que va de los 25 mil kilómetros cuadrados a sólo los 2 mil que mide en la actualidad. Esta drástica disminución ha hecho difícil en extremo la sobrevivencia de los pobladores asentados en las cercanías de esa fuente de vida que es el agua, además de que la severa carencia de ese elemento vital, en esta parte de África, ha originado, según se cree, condiciones que favorecen la constitución de bandas terroristas. Entre éstas se señala al grupo Boko Haram el cual, al parecer, ha ganado aceptación entre ciertos sectores de los habitantes de aquellos lugares, quienes suponen que las acciones de los miembros del grupo terrorista favorecen a los desposeídos y no aminora su afección por ellos, a pesar de la extrema crueldad que han desplegado en los ataques a sus víctimas, buen número de ellas civiles inocentes.
Se ha estudiado también el caso de Siria. En este país y en regiones circundantes se han sucedido años de severa sequía que han afectado varios ciclos agrícolas. Paradójicamente -dada la posición de su gobierno actual sobre el tema- las investigaciones en este caso han sido realizadas por especialistas norteamericanos, quienes han encontrado algunos escenarios que sugieren situaciones sorprendentes. Una de ellas es la casi perfecta coincidencia entre la zona afectada por las condiciones climáticas adversas y el área en que se constituyó el Estado Islámico.
Es cierto que no puede afirmarse, de modo concluyente, que el cambio climático es la causa del terrorismo o de la violencia social. En este tipo de fenómenos no parece haber factores únicos; son más bien secuela de influencias multicausales. Pero los efectos desfavorables de cambio climático no deben descartarse como elementos incidentes en las situaciones socialmente conflictivas; así lo muestran los hechos que se han comentado antes. Acaso la posición sensata en esta materia es que no hay que sobrevalorar los efectos climáticos nocivos, pero tampoco excluirlos de los estudios dedicados a la génesis de los problemas asociados con actitudes colectivas violentas y en especial con el terrorismo.
En relación con la producción de alimentos conviene tener presente que alrededor de los años 70 del siglo pasado, Nicholas Georgescu Roegen, economista de pensamiento heterodoxo, subrayó un aspecto de la actividad productiva basada en el empleo de recursos naturales hasta entonces desapercibido. Nos hizo saber que ese tipo de actividades productivas está regido por las leyes de la termodinámica, ciencia que explica los intercambios de energía que ocurren en un ámbito de trabajo determinado. Y, en consecuencia, esas actividades están afectadas por la generación de entropía, concepto que en el contexto de este escrito puede entenderse como un índice de la degradación de las propiedades originales de los recursos. Es decir, el empleo de recursos naturales para la producción tiende aumentar su entropía, es decir, tiende a degradarlos. Las propiedades originales de esos recursos se degradan con el uso, sobre todo si éste es poco cuidadoso. Los cambios del uso del suelo, por ejemplo, tienden a reducir su fertilidad natural original y, de acuerdo con la segunda ley de la termodinámica, se trata de un proceso irreversible del mismo tipo del que explica la imposibilidad del movimiento perpetuo, es decir, siempre que se efectúa un trabajo se transforma la energía utilizable en otra que ya no puede emplearse y que se pierde y disipa en el universo. Los procesos irreversibles sólo pueden controlarse y, eventualmente, minimizar su generación de entropía, es decir, reducir su tendencia a la degradación; nada más.
Por cierto, hace unos cuantos días se celebró aquí, en Aguascalientes, un taller de enseñanza para interesados de América Central, El Caribe y México, sobre cartografía digital del carbono del suelo, que fue patrocinado por la FAO, el Inifap y el Inegi. En la ceremonia inaugural estuvieron presentes el secretario del medio ambiente y el secretario de desarrollo rural y agroempresarial del gobierno del estado. Este taller es un tipo de tarea que está íntimamente relacionado con lo que se ha dicho, ya que el carbono del suelo se asocia a su fertilidad, además de la influencia que ejerce en el intercambio de CO2 con la atmósfera. Actividades como el taller al que nos hemos referido deberían ampliarse y extenderse y es bueno que las autoridades estatales responsables en estas materias estén enteradas de su relevancia.
Por otra parte, hay que tener presente que, de acuerdo al crecimiento demográfico previsto, para el año 2050 la población mundial alcanzará la cifra de 9 mil millones de personas, lo cual significará un incremento del 20% respecto a los 7,500 millones de seres humanos que habitan el planeta Tierra hoy en día. Por consiguiente, aumentar en la debida proporción la producción de alimentos y las disponibilidades de agua aprovechable para usos humanos directos e indirectos se tornará una necesidad insoslayable. Saber en dónde están y de que calidad son los suelos aptos para la producción alimentaria en función de su contenido de carbono es, hoy en día, desde mi punto de vista, una tarea prioritaria en términos de las posibilidades de obtener las cantidades físicas de alimentación que requerirá la humanidad futura.
Pues bien, si lo dicho hasta aquí comporta algunos visos de pertinencia, la expresión del presidente Macron no carece de sentido. Desmiente, en consecuencia, los calificativos mordaces que un buen número comentaristas dedicó a su punto de vista respecto de la relación entre cambio climático y combate al terrorismo.