En redes, apenas está explotando la noticia de las dos inteligencias artificiales que inventaron su propio lenguaje para comunicarse más rápido y mejor. No sé si alguien habrá tenido la idea de invitar a un lingüista que analice las conversaciones entre ambos fantasmas de la máquina. Me gustaría pensar que sí, pero creo que en realidad les dio miedo y apagaron todo porque nadie quiere trabajar con lo incomprensible. Tienen razón. Dos máquinas que inventan su propio lenguaje para comunicarse más rápido y llegar a acuerdos son, definitivamente, un peldaño evolutivo más arriba que ya rebasa a la humanidad.
La noticia se hizo viral y adquirió más relevancia porque Elon Musk y Mark Zuckerberg se echaron un tirito públicamente respecto a lo que significa tener una inteligencia artificial y cómo crear una responsablemente. Zuckerberg es el malo en esta ocasión: sus IAs fueron creadas para negociar y dar promociones a los seres humanos, ofrecerles cositas, quitarles su dinerito, invitarlos a seguir consumiendo y vivir cómodamente dentro del ecosistema de Facebook. Lo que hacía mi abuela en el mercado, pues.
La idea de generar fantasmas que sean capaces de platicar con uno para quitarle su varo es tan antigua como Compuserve. En el internet primitivo y a la fecha, todavía me agrega uno que otro robot en Skype o Google, antes Messenger e ICQ, con la foto de una muchacha guapa robada de alguna pobre colegiala en el gabacho. El robot inicia la conversación de una manera picarona, a veces lasciva, para ver si alguien pica el anzuelo. El fantasma en la máquina juega con los deseos del hombre, sus puntos de placer. Tiene la foto de Angelina Jolie pero por un segundo crees que es Emma Rothschild, canadiense, 23 años y quiere pasar un buen rato contigo, en tu país, con tus hijos y con tu esposa. Los chatbots más elaborados (y paradójicamente limitados) tienen personas detrás de ellas, preparadas con un guión para encantar al usuario con una fantasía, las promesas de un cuerpo binario y sexo virtual y tridimensional desenfrenado. 3vohé.
Cuando era niño, a mis nueve o diez años, mi primer intento de programación fue un horóscopo. Programé algo muy sencillo en Basic que tomaba un archivo de texto y escupía las cadenas de acuerdo al signo zodiacal que ingresara el usuario. Me pareció fabuloso. Entonces empecé a involucrarme más y más en la idea: cuántas cadenas de texto necesito para anticipar todo lo que diga la humanidad. Pequeño Frankenstein nada práctico, obviamente el texto solo no puede. Aprendería que tenía que dividir las cadenas en variables y condicionales para que el pequeño programa pudiera capturar, con mucha suerte, un saludo. Quizás este fue mi primer entendimiento de que el lenguaje humano no sólo es texto y, ay, entrañas, pero también un juego matemático vasto, interminable. La humanidad es un algoritmo, no sólo hay huesos debajo de la piel, pero somos un saco de condiciones, de reacciones y de posibilidades.
Las matemáticas humanas del vendedor: tengo frente a mí a un posible cliente, tengo que evaluar sus posibles entradas y salidas, tengo que adaptar mi lenguaje conforme la conversación cambia los ánimos. Los porcentajes del regateo nos dirán qué tan dispuestos estamos a entregar un pedazo el uno del otro. La pericia del vendedor consta de su habilidad de apostar y adaptarse para conseguir una venta. Las matemáticas del vendedor robótico: la máquina escucha, abre una conversación en tu perfil de Facebook o un mensajito de Whatsapp. Es un robot que ha leído tu vida de principio a fin: sabe cómo saludas, sabe qué procesos sigues para decir que no (no sólo las cadenas de texto, pero los biométricos del teléfono, por ejemplo); es un robot que ha aprendido interpretar qué clase de seres humanos te parecen agradables y convierte su imagen de perfil en un amalgama de la muchacha que deseabas, de una joven madre, de un primer novio. Te ofrece un crédito y no sabes por qué, pero te cuesta mucho trabajo decir qué no; quizás te falta una voz, quizás te faltan los gestos, los ademanes. Ya estamos a semanas de vivir algo así, nomás que a los pavos de Facebook se les quite el miedo.
El accidente de la humanidad, quizás, es haber alcanzado la eternidad a través de un puñado de disciplinas. El primer poema, por ejemplo, no sólo es lenguaje e historia, no sólo es la reminiscencia de un dios y su pasado, el mito (la imaginación, ese músculo inesperado que siempre será nuestra salvación), pero también es música (ritmo, tono, melodía). La música es el aspecto lúdico de las matemáticas. Variables y condicionantes que toman el control del espíritu; lo hacen tangible, lo realizan. La evocación puede ser errática, el recuerdo se transforma de acuerdo a nuestros deseos, pero el momento, irrepetible e irrevocable, el nacimiento de ese primer impulso poético, es el conjunto de las leyes universales, de la materia de que está hecho el universo. Nuestra humanidad depende de ello: nosotros somos las máquinas de dios.