Hace unos días el Senado chileno aprobó la despenalización del aborto por tres causales. A saber: malformación del feto, riesgo de vida de la madre y violación. Unos días después, y en claro escenario donde predominaron los amarres políticos, por un voto, la iniciativa no fue aprobada en la cámara de diputados y deberá proceder a discusión en comisión mixta: se pospone un importante paso a los derechos de las mujeres.
Yo he aceptado públicamente que este tema, a diferencia del de las uniones civiles universales, tiene aristas que hacen complicadísimo llegar a una conclusión. Hay algunos criterios de verdad que pueden inmiscuirse en la diatriba que son más bien espesos y por tanto hacen que las posturas no puedan ser contundentes y absolutas. Sin embargo, también he defendido en diferentes ocasiones el derecho de toda mujer a tomar esta decisión desde su soberanía. Enlistaré las razones por las que así lo creo, a pesar de esas áreas oscuras, como la pregunta sobre en qué momento una entidad humana en ciernes es susceptible de derechos o incluso en qué momento debe considerarse al feto como propiamente humano.
En primer lugar, quisiera considerar nuestra ponderación en cuanto a quién y cómo es sujeto de derechos. Que un nonato tenga derecho a toda costa de preservar su vida, pero una mujer deba poner en riesgo la propia a costa del derecho del primero es bastante extraño. Sin que me interese entrar en ese terreno, parece que incluso puede haber detrás una motivación cultural machista: que los hijos sobrevivan, que los vástagos perduren, incluso a costa de la madre. Parece extraño que, en la discusión sobre el derecho a la vida, la madre normalmente sea omitida. Se defiende la vida de un ser humano (a veces en formación) sobre la de una mujer, ser humano formada, con planes, expectativas, recuerdos, emociones; es decir, con una vida no sólo biológica ya autónoma y conformada, sino con una vida moral, mental, cultural, con una riqueza y complejidad mucho mayor que la de la vida en formación. ¿Qué mecanismos nos llevan a sopesar e incluso privilegiar una vida sobre la otra? Es claro que hablo de aquellos escenarios donde está en riesgo la vida de la madre, pero no me parece que el argumento se pueda soslayar fácilmente incluso aplicado a los otros dos escenarios. La idea de que una mujer que ha sido violentada en lo más sagrado, que es su propia intimidad corporal, deba nutrir con su propio cuerpo el retoño del perpetuador criminal es en extremo abigarrada y sobrepasa mi entendimiento. Se dirá que toda vida concebida es un regalo de dios, seguramente, pero entramos en dos terrenos espinosos: el argumento no fisicalista que es bastante abusivo en una discusión y, por otro lado, si quisiéramos ponernos bizantinos, deberíamos explicar si el hecho de que dos de cada tres óvulos fértiles terminen no implantados o desechados después de implantación, es per negationem, un castigo divino.
En segundo lugar, considerar la consistencia, que suele ser un aspecto técnico que a mí me inquieta mucho. Por un lado, podríamos argumentar que la consistencia se da siempre que se privilegie la vida del feto en todas sus circunstancias. Pero esto resulta bastante problemático cuando vemos la cantidad de niños que se encuentran abandonados en situación de calle, recluidos en un orfanato y que, además -ésa es otra discusión-, los mismos grupos que combaten el aborto, exigen que sólo sean adoptados por un estereotipo de pareja. Proteger la vida del feto a toda costa, pero luego no tener mecanismos para el garante de su desarrollo postnatal, es sencillamente delirante. En mi opinión la consistencia más económica es que TODAS las mujeres puedan decidir libremente: aquellas que deseen llevar incluso un embarazo por violación a término o que deciden exponer su propia vida en función de que su cría superviva, y aquellas que no.
En tercer lugar y hablando de decisiones económicas, que se ha demostrado que, tragedia de tragedias, las mujeres que están decididas a abortar -sea cual sea la razón-, no dejarán de hacerlo. Incluso poniendo en riesgo su propia vida. Tanto, que la mortalidad por abortos clandestinos llegó a ser la tercera causa de muerte de mujeres entre 20 y 36 años en nuestro país. Estudios demuestran también que católicas, ateas y de confesiones distintas abortan por igual. Que cuando esto sucede evidentemente termina perdiéndose no sólo la vida del feto sino de la portadora. Parece insensato no optar por vigilar antes las condiciones de salubridad para que aquellas que decidan abortar puedan hacerlo con seguridad, por incluso mera economía.
Queda, obviamente, penalizar el aborto en todas las circunstancias: victimizar por segunda vez a la mujer; imponerle por segunda vez un trágico esquema externo a ella. Decirle que podemos decirle cómo piense y cómo valore. Que podemos decirle cómo vivir su vida o cómo arriesgarla en función de lo que tal vez ella no cree. Quién sabe, tal vez sea muy violento para la vida de la mujer. Tal vez es a la de ella, a la que deberíamos dar siempre el contundente sí.
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