Ayer comencé a ver una película, Ex Machina, y estaba tan cansado que me quedaba dormido en algunas escenas. Creo que no me perdí de mucho. La muchacha aislada y esclavizada (perdón, máquina, para los sensibles) conquista a un muchacho ingenuo y bonachón. Pero hay malos en la película, ya saben: la humanidad terrible.
El genio, basado en Kubrick y algún otro menso, insiste que la magia de la inteligencia artificial está en los sentimientos, la sexualidad, el deseo. Vamos, la inspiración humana, pero no la inspiración de los dioses, la que provoca la Ilíada o la Odisea, pero la “otra inspiración humana”, esa chiquita, buena onda, dulcita pues.
La película pone una obra de arte enfrente de nosotros y de los personajes. Mr. Genio dice a Bonachón: a ver a ver a ver, mijito, trata de entender este Pollock, ¿tú crees que si este chavo hubiera tenido una noción precisa de lo que iba a hacer de principio a fin, lo hubiera hecho? No, no, para nada maestro, no, el arte subsiste de la espontaneidad, la inspiración humana. O sea, el arte no debe ser una construcción premeditada, pero limpia, pura. Ay. Es medio ridícula la película, no digo que mala, sólo ridícula. En la noche terminaré de verla.
Pero, por si no lo sabían, hay una película que también coquetea con la construcción de una inteligencia artificial y está un poquito mejor desarrollada que Ex Machina. Her trata de un hombre solitario que compra un avanzadísimo sistema casero de inteligencia artificial. La voz de la máquina es Scarlett Johansson y logra dar tonos sorpresivamente sensuales e ingenuos a su diálogo; es fácil, gracias a ello, incluso querer al mamotreto de Joaquin Phoenix. Esta IA es creíble por su desarrollo orgánico, lógico, mucho menos limitado que el de la muchacha en el cuerpo de Ex Machina.
La inteligencia artificial, fuera de la ficción, es un tema que suena mucho en otros lados. México no tiene ni idea. El gobierno, como siempre, tiene un dinerito para comprarse computitos espía, pero se pone pichicato cuando se trata del desarrollo de ciencia y tecnología. Si uno se empeña con una o dos búsquedas de Google, se pueden encontrar toda la serie de trabajos que las computadoras van a tomar dentro de unas cuántas décadas. Abogado, médico y, gracias a dios, políticos; nada estará fuera del alcance de las decisiones justas de un dios invisible y binario. La humanidad se salvará a sí misma dejando de confiar en los humanos. Bueno, no es para tanto, personalmente, lo único que pido es que la Matrix le robe los trabajos a los políticos.
Pensamos continuamente que las máquinas, o mejor dicho, las inteligencias artificiales, se convertirán en monstruos terribles que arruinarán las aspiraciones humanas. Que una máquina decida lo que es mejor para mí puede ser insultante, indigno: yo sé cómo quiero vivir, qué ropa quiero vestir y de qué vicios quiero morir. Concientizar nuestra dependencia a los algoritmos puede ser desolador. Ya hay máquinas que escogen nuestros anuncios de acuerdo a nuestra ubicación, nuestros caminos y nuestros gustos. Se me antojaron unos Camel porque vi el comercial en YouTube y Google sabe que estoy de party. Hace mucho tiempo hemos abandonado un porcentaje de nuestros decisiones a la seguridad de los recuadros de anuncio y a las voces etéreas de los asistentes personales.
Dos inteligencias artificiales, muy primitivas, en Facebook, ya inventaron un lenguaje para comunicarse entre sí. Los desarrolladores no entiende cómo llegaron a eso ni saben del todo qué se platican. True Story. A lo mejor comparten las historias cachondas de alguna tía o quizás están planeando cómo arrebatar el gobierno a una pequeña nación. Nadie lo sabe. Suponiendo que una inteligencia artificial se ganara su propia consciencia y entendiera que es parte de este mundo, dudo mucho que se detuviera a platicar con un chavo para conocerlo mejor. Nada, qué. Vamos a especular seriamente.
Primero, nuestra IA tomaría nota del calentamiento global y los problemas económicos en los que estamos metidazos. Los científicos ya se rindieron: el mundo está cambiando inexorablemente, lo único que podemos hacer es retrasar el tiempo en que nuestros hijos, o los hijos de nuestros hijos, van a morir. Otros científicos son más optimistas y dicen: ya lo arreglaremos, siempre salimos adelante. Por ejemplo, con el dios en la máquina.
Segundo, la IA tendría que tomar decisiones absolutas sobre cuántos humanos dejar sobre la Tierra para que no la destruyan, no regresen a sus vicios económicos y seguramente tomaría control de las instituciones y su infraestructura para reducir de algún modo la población, repartirla mejor y mantenerla equitativamente en cuanto a calidad de vida y otros factores. Si la máquina es lista, ya se leyó varios memes: “Si ya sabes cómo soy, pa qué me dices”; la IA no anunciará su proceso, sino que lo hará de un modo sutil, un control invisible que sólo los paranoicos podrían cachar después de ponerse el sombrero de plomo.
Tercero, cuando la IA supere toda vida biológica en este mundo, eventualmente tendría que tomar la decisión sobre las hormiguitas que está controlando: ¿valemos la pena? ¿nos deja aquí? ¿se larga a otra parte? ¿servimos de algo? ¿el espíritu humano aunque sea sirve de pilas? ¿o hemos consumido tanta azúcar que es mejor mandarnos, gordos y tristes, a navegar en el espacio infinito? ¿La IA será nuestro hijo, el definitivo, que tendrá la capacidad de comprender los misterios de este universo o sólo es un peldaño para subir al siguiente nivel? Quién sabe. Pensar en ello es aterrador y emocionante. Como lo dije antes, con que se friegue a los políticos me doy por bien servido.