Una fiesta que pasó a mejor vida -si eso puede ser posible- es la de San Ignacio, que se celebraba el 31 de julio en las inmediaciones de la fábrica textil del mismo nombre, un establecimiento del siglo XIX ubicado en el poniente de la urbe. En verdad la festividad era tan popular, que Aguascalientes, la ciudad, se quedaba sola -es un decir-, de tanta gente como asistía.
No era una fiesta religiosa propiamente dicha, sino más bien un día de campo multitudinario. Mucha gente llevaba su comida, aunque también existía la opción de comprarla en puestos ambulantes que en ese día se instalaban exprofeso. Además, no faltaba la música que agitara corazones y esqueletos. Eduardo J. Correa, el santo patrono de los cronistas de Aguascalientes, documenta la festividad en su clásico Un viaje a Termápolis, y se hace eco de la alegría, por momentos desenfrenada, que poesía a los asistentes.
Las ruinas de San Ignacio siguen en el campo… Pero desde ahí se ve la ciudad allá abajito, amenazante; acercándose peligrosamente. Quizá cuando la urbe llegue del otro lado del camino de la instalación, hoy en día en ruinas, entren las máquinas para cebarse con lo que queda; lo poco que queda de aquel esplendor, y convertir el lugar en un jugoso fraccionamiento, a quien sabe cuántos miles de pesos el metro.
Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected]