En mayo de este año de 2017 se cumplieron cien años del nacimiento de Juan Rulfo, hecho que nos animó a celebrar una reunión para comentar su obra. Pensamos que así conmemoraríamos una fecha significativa en la historia literaria del país. Somos adeptos a la amable tradición de recordar, siquiera con modestia, en momentos señalados, a quienes dejaron, con su obra, huella perdurable en nuestras vidas; caso, sin duda, de Rulfo. La idea de la celebración consistía en juntarnos, los cinco amigos que decidimos participar en el evento, compartir el pan y la sal y, a los postres, cada uno de nosotros expondría las consideraciones que la lectura de Rulfo le hubiera suscitado.
La reunión convenida se celebró hará ya unos cuantos días. El lugar elegido fue un restaurante ubicado en la calle de Madero, de nombre Azul Catedral. Ahí fuimos recibidos con cordialidad y atendidos con amable eficiencia. Todo ello en el ambiente de una casa reconstruida con minucioso esmero por su propietario, Don Carlos Prieto, quien le restituyó la acogedora atmósfera de la edificación original. A los postres, como ya se dijo, cada uno de los miembros del cuarteto de amigos presente expuso sus impresiones de la lectura de Rulfo o comento otra de sus actividades. (Uno de los invitados no pudo asistir por justificadas razones personales, pero nos envió un texto con su apreciación de lector y de relector que comentaremos más adelante).
Antes de entrar en materia es pertinente aclarar que, salvo los textos entrecomillados, los comentarios en este artículo incorporan apreciaciones mías. Y, por supuesto, si comportan error o una mala interpretación de lo que dijo alguno de los miembros del quinteto de participantes, es sólo atribuible a mi persona.
El primer comentarista fue Eduardo López, quien durante muchos años fuera editor de Tierra Baldía, la revista literaria de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, hoy en riesgo de extinción. Transcribo, a continuación, sus palabras:
“A pesar de haber roto con mucho de ya no atender a sus antepasados clásicos, pero alineado, aparentemente sólo en la Nueva Narrativa, Juan Rulfo atiende al llamado, por ejemplo, de escribir con el estilo de la superposición de planos narrativos, es decir de dar mucha importancia a la simultaneidad. El tiempo se retrae en sí mismo. Todo puede suceder a la misma hora, pero si se hace hincapié en la simultaneidad, entonces el asunto del tiempo se degrada, es decir que se espacializa (el tiempo no existe, solamente el espacio) tal si se tratara de una ejemplificación literaria de la teoría de la relatividad. Pregunto: ¿Cuánto sucede en Pedro Páramo y en cuánto tiempo? ¿Hay un transcurrir? Ahí el tiempo se ha ido, no tiene la posibilidad de la permanencia. Ahí es el eterno girar, la espiral, un movimiento entre un punto y todos los demás puntos. Esta espacialización también nos dice, incluso, como que no hay ni siquiera puntos, ni de partida ni de llegada que tengan que ver con el obsoleto concepto del tiempo”.
En este texto de Eduardo, la mención de la simultaneidad de los hechos implícita en la escritura de Pedro Páramo, a manera de versión literaria de la relatividad, me parece que proviene de un lector sagaz. ¿Acaso la simultaneidad se despliega en el continuo del espacio-tiempo y genera la rica ambigüedad del curso de los acontecimientos? Desde el punto de vista de la técnica narrativa es un procedimiento que el autor emplea en su propósito de ajustar los ritmos de una realidad sincrónica compleja.
Andrés Reyes se refirió al Rulfo Fotógrafo. Nos mostró una amplia colección de fotografías de paisajes y de personas tomadas por el mismo Rulfo. Tanto los paisajes como los rostros fotografiados sugieren una acentuada estética de la desolación. Comentó Andrés, en otro momento de su intervención, el dictamen de Susan Sontag, quien conoció a Rulfo en una reunión en Argentina: “Es el mejor fotógrafo latinoamericano”, sentenció, contundente, la escritora, profesora y directora de cine norteamericana. Queda claro, entonces, que Rulfo no fue sólo el lúcido intérprete de una cultura, propia de una cierta mexicanidad cuya tonalidad y esencia expresiva no había sido recogida en palabras antes de que él lo hiciese: fue poseedor, además. de una visión de sus manifestaciones visibles, imágenes que tradujo en sobrias fotografías.
Víctor González, como Eduardo López, se refirió también a Pedro Páramo. Nos dijo que veía en esa escritura una recreación del mito de Telémaco. Como cuenta la Odisea, Telémaco, hijo de Odiseo (Ulises) y de Penélope, desea con fervor el regreso de su padre; entiende que sólo él puede poner en orden la vida en la isla de Ítaca que, en su ausencia de cerca de 20 años, ha incurrido en prácticas contrarias al buen orden y a un futuro vivible, escenarios ambos, anhelados por el hijo.
En el caso de Rulfo, Juan Preciado, hijo de Susana San Juan y del propio Pedro Páramo busca, en un pueblo fantasmagórico, a su padre perdido; el propósito de su búsqueda es la recuperación de aquello que cree que le ha sido arrebatado.
Creo que es verdad, como señala Víctor, que hay un cierto paralelismo entre las dos narraciones. Ambas tratan del hijo que lamenta la ausencia del padre, el sufrimiento que produce y del futuro que le cancela; Telémaco que cree en la calidad paterna de restaurador del orden perdido y del futuro incierto; Juan Preciado quiere encontrar al padre para recuperar algo que entiende que se le debe. En ambos casos, la búsqueda del padre pretende resolver un conflicto originado por su duradera ausencia.
Estas ideas de la búsqueda del padre han recibido atención reciente. El propio Víctor nos comenta sobre el libro de Massimo Recalcati, El complejo de Telémaco, que trata de esa búsqueda. Sin entrar en la larga argumentación del especialista italiano, digamos que, para él, la causa de un buen número de los conflictos sociales de hoy en día es la declinación de la figura paterna. La ausencia del padre responsable e introductor del hijo al mundo de la convivencia social y a las restricciones que impone y del respeto a la ley es la causa de la carencia de orden y de incertidumbre en el porvenir. Es cierto que el tema se presta a vivas polémicas y hay fuertes desacuerdos sobre esta idea, pero tiene resonancias teóricas relevantes que alcanzan la obra de Jacques Lacan y llegan hasta Emile Durkheim, uno de los padres de la sociología francesa.
Claudio Vargas nos hizo llegar el texto que preparó para el evento. Por cierto, hace unos días se publicó aquí mismo, en La Jornada Aguascalientes. Por consiguiente, se recomienda a los interesados que no lo hayan hecho, leer ese texto de Claudio que, en mi opinión, expone ideas originales sobre las virtudes de la lectura y la relectura y las escribe con su siempre elegante y muy bien armada prosa. No obstante, quisiera comentar la mención que hace de la prodigiosa capacidad de Rulfo para ver y crear imágenes. En efecto, como dice: “reinventó maravillosamente el habla de las zonas rurales de los Altos de Jalisco e hizo eco de la música del entorno natural”.
En mi caso, titulé el comentario que ofrecí sobre Rulfo, La vida escrita. Subrayo que mi texto de referencia fue el relato La cuesta de las comadres, que esté incluido en El Llano en Llamas. Mi intención era explorar cómo se transforma una vida vivida en una vida escrita. Con ese fin tomé una idea de Heidegger (de las muy pocas que le he entendido a pesar de mis esfuerzos) que postula: el hombre no es quien habla el lenguaje; es el lenguaje el que habla al hombre. Es decir, según mi interpretación de ese postulado, los seres humanos sólo somos portavoces o escribanos del lenguaje creado colectivamente en el seno de nuestra cultura, lenguaje que expresa lo que somos. Cuando hablamos, en rigor habla nuestra cultura. Y en ese sentido, el narrador de la Cuesta de las comadres, que le da explicaciones al difunto Remigio Torrico, expresa con total propiedad la cultura de la comunidad en que vive. Ese encontrar la entonación y la significación de un lenguaje es descubrir el entretejido de la vida de una comunidad humana, de sus prácticas de convivencia, de sus valores. Desde mi punto de vista, Rulfo lo consigue con una sobrecogedora naturalidad.
Hasta aquí nuestro modesto homenaje a Don Juan Rulfo, sin duda uno de nuestros más emblemáticos escritores contemporáneos.