El profesor realmente no tenía muchas ganas de trabajar, así que decidió embarcar a los niños en una actividad que, si bien podría ser bastante aburrida, les tomaría suficiente tiempo para que él pudiera mirar a lontananza henchido de total improductividad. Hagan la suma de todos los números del uno al cien. De cualquier manera estaban en una escuela rural bastante pobre y algo de ejercicio mental no le caería nada mal a esos niños de escasos recursos. Ya se disponía a enfocar sus ojos en la distancia cuando uno de los alumnos, de tan solo ocho o nueve años –los historiadores no se han puesto de acuerdo–, le entregó la solución: cinco mil cincuenta. Cuando el profesor le preguntó cómo lo había hecho, el niño explicó: pues la suma de uno más cien es ciento uno, lo mismo que la suma de dos más noventa y nueve, o de tres y noventa y ocho; y como estas sumas siguen así hasta llegar a cincuenta más cincuenta y uno; sólo hay que multiplicar ciento uno por cincuenta y listo.
El profesor era flojo, pero no era ningún tonto. Vio de inmediato que ese alumno, entre cien que asistían a clase, era algo especial y no dudó en presentárselo a otro chico más grande, muy aficionado a las matemáticas, con quien comenzaría a descubrir las apasionantes profundidades del mundo de los números. De esta manera, Johann Carl Friedrich Gauss fue descubierto por su maestro e iniciado en una de las carreras matemáticas más brillantes de la historia de la humanidad.
Hace un tiempo tuve el enorme honor de formar parte, como profesor, de un curso de verano para 120 niños de entre cinco y diez años de edad. El curso tenía como énfasis la ciencia. Durante dos semanas, los niños recibieron cursos de paleontología, inglés y astronomía; además asistieron a sesiones de activación física, organizaron sus propios juegos olímpicos y realizaron una muestra gastronómica internacional. A nosotros nos tocó dar el curso introductorio de ciencias computacionales, cuyo objetivo era iniciar a los niños en la programación de computadoras.
Entre tantos niños había, por supuesto, diferencias: de carácter, de gustos, de intereses. Sin embargo, el hecho de que sus padres hubieran elegido específicamente ese curso para inscribirlos también los hacía similares: pertenecían a familias que otorgaban valor al conocimiento y la preparación. Cada alumno había crecido en un entorno que de alguna u otra manera fomentaba en ellos la exploración científica. No se trataba pues de un conjunto de niños idénticos, pero tampoco estábamos frente a una muestra absolutamente heterogénea.
Con todo y las similitudes –la mayoría de los niños iban de buen humor, disfrutaban al aprender, se asombraban auténticamente, etc.–, había claras distancias entre unos y otros. Algunos pequeños de cinco años no habían manipulado nunca un mouse de computadora, mientras otros de su misma edad se desplazaban por ventanas y programas sin dificultad alguna. Niños y niñas de ocho o nueve años requerían de atención casi personalizada para dar forma a sus videojuegos; niños y niñas de ocho o nueve años, terminaban antes de lo previsto y le agregaban a sus juegos música, movimientos, créditos y funciones que a ellos se les ocurrían. Tales distancias no dejaban de sorprenderme. Repito, se trataba de niños cuyas familias, por el simple hecho de haberlos inscritos a un curso de esa naturaleza, valoraban y fomentaban en sus hijos el amor por la curiosidad, el conocimiento y el entendimiento. Se trataba de niños privilegiados, expuestos constantemente a estímulos para su mente y estimulados para saber cada vez más.
Seguramente entre todos aquellos chicos había alguno que otro genio; el brillo de niños y niñas extraordinarios es difícil de opacar. Y seguramente las distancias que observé irán siendo salvadas con el tiempo; dudo que las familias dejen súbitamente de constituir fuentes de estímulo para sus hijos. Es decir, esos 120 niños no me preocupan mucho. Pero cuando entiendo que tales diferencias se dan entre chicos que comparten el haber crecido en ambientes propicios para el desarrollo de sus capacidades, comienzo a preocuparme por todos aquellos que por nuestra culpa, la de los adultos –familiares, profesores, políticos, conocidos y desconocidos–, viven sus infancias en contextos que no sólo no los incentivan intelectualmente, sino que los bloquean emocionalmente y los privan de la posibilidad de explotar todas sus capacidades.
Es cierto que Gauss es un ejemplo excepcional. La familia y el lugar en los que creció no eran, digamos, campo fértil para que él apareciera. Sus padres eran analfabetos, la escuela a la que asistía no era destacada y su profesor, como vimos, era en ocasiones bastante flojo. Sin embargo, pronto en su vida –más o menos en cuarto o quinto de primaria–, se descubrió su genio y fue reubicado a un espacio intelectual que fue suficiente para que en unos años se convirtiera en el “príncipe de los matemáticos”. Acá, de este lado, en este tiempo, es indispensable que entendamos que escuelas mal cuidadas, profesores maltratados, conflictos debidos a la falsa gratuidad de las escuelas, intervención de los conflictos políticos en las decisiones pedagógicas, intereses mal entendidos y un siniestro conjunto de etcéteras, no sólo evitarán que los niños bien atendidos por sus familias vayan perdiendo poco a poco el interés por el conocimiento, sino que impedirán el descubrimiento de nuestros genios y, a la larga, harán que los campos infértiles en que muchos crecen ahora, terminen por ser completos desiertos estériles.
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