Estoy a favor de la eutanasia, de la despenalización de las drogas y de la del aborto. Acepto sin embargo que en estos temas (como en muchos otros) hay espacios para la discusión moral y que no pueden soslayarse de un plumazo. Entiendo que podemos discutir sobre la fortaleza de una sociedad a partir de la premisa de que sus individuos se mantengan sanos. Acepto que la discusión sobre una vida en ciernes probablemente siempre tendrá criterios de verdad oscuros: que cuándo debemos considerar una vida humana en formación, poseedora de derechos, precisa del espacio de posturas filosóficas no acabadas. Tengo la convicción de siempre estar dispuesto a discutir ofreciendo lo que, creo yo, son los mejores argumentos de los que dispongo para convencer a mi interlocutor de mi postura y de atender con la mayor disposición los argumentos de los demás en caso de que necesite abandonar la mía.
Estoy, sin embargo, y lo digo sin pena alguna, absolutamente harto de la discusión sobre el matrimonio igualitario. No quiero hablar más ni discutir más ni creo que nadie debería hacerlo. Ha sido suficiente. Es hora de que digamos con todas sus palabras que los que están en contra, están equivocados. No hay espacio para la duda: las condiciones de evaluación de verdad son prístinas. No hay, ni nadie ha dado jamás, un argumento sólido para sostener la postura negativa. Es, creo yo, por definición imposible, porque rompe una regla básica (lo he escrito varias veces) de la lógica: la consistencia. Nadie en este mundo puede explicar sin caer en definiciones horribles e infundadas científicamente, o echar mano de los abracadabra de sus creencias personales, por qué una fracción de adultos en una sociedad, con mayoría de edad y posesión de conciencia y voluntad, no puede celebrar un contrato civil que el resto de la sociedad puede, basado en la diferencia por sus preferencias de alcoba. No hay, ni remotamente, ningún otro fenómeno parecido en donde una diferencia tan intrascendente (para la vida del tercero) marque una diferencia de carácter filosófico como para que lo discutamos.
Sucedió ya, también lo he escrito, con los indígenas, con las mujeres, con los negros. Y tuvimos que dejar de discutirlo porque sencillamente no había ninguna prueba que sostuviera una diferencia ontológica que diera alguna pista de un trato discriminador y diferenciado como ciudadanas y ciudadanos. Evidentemente la comunidad afectada tendrá que seguir marchando, luchando, gritando, tal vez incluso radicalizándose, porque ante un diálogo no sólo sordo sino innecesario, lo único que puede surgir es la impotencia.
Soy defensor de la didáctica, de la paciencia discursiva, de que el diálogo es la mejor forma de llegar a acuerdos. Entiendo que debemos seguir avanzando, buscando ejercer de mejor manera nuestro voto. Que debemos presionar a nuestros legisladores. Pero también creo que educar y formar una consciencia sobre el espíritu de la ley es la tarea de la ley misma, no de los ciudadanos y menos aún de los afectados.
La única razón verdadera de los detractores es su ignorancia y miedo, originados por su educación en una cultura específica. Las leyes tarde o temprano (cada vez más temprano) darán la razón, el destino es irreversible: lo han hecho los tribunales internacionales, lo han hecho países, lo han hecho estados y tarde o temprano habremos de hacerlo todos: reconocer que los derechos civiles (y humanos) no están a contentillo de nadie y no admiten discusión ni discriminación.
Pero más vale que lo sepan los que pretenden retrasar este sino: están equivocados. Su “argumento” sobre que el matrimonio está definido como la unión entre hombre y mujer no se sostiene porque, o aceptamos que la ley puede cambiarse en beneficio de la mayoría, independientemente de los errores técnicos (o limitaciones, particularidades) que se hayan cometido al redactarla (constreñidos a su tiempo y espacio) o aceptamos que la ley, de alguna forma, es superior a nosotros como sociedad y a nuestras necesidades actualizadas y que lo que un puñado de hombres de otra época escribieron debe siempre prevalecer: adiós al ejercicio legislativo.
Para los fetichistas con los términos: cámbienle el nombre. Quédenselo para los ritos de sus creencias privadas. Esta sociedad no funciona para ustedes solamente. La vida de las y los demás, la plenitud de su desarrollo social, no pueden subordinarse a lo que a ustedes les enseñaron en casa. Se los digo sin asomo de duda: están equivocados.
/aguascalientesplural