La comunicación es la base del proceso social que esencialmente es político y politizador. La comunicación entre los seres humanos hizo posible la sociedad y el instrumento para ello ha sido la política. Es decir, en todo lo humano y en toda la sociedad la convivencia se llama política. Por ello es inevitable la reflexión, entre otros temas, acerca de la información y la propaganda al analizar la actividad política, la cual se despliega permanentemente no sólo en tiempos electorales, así como tampoco es exclusiva de partidos o “clase política” o de gobernantes y funcionarios. Por ello, la política requiere de comunicación tanto más amplia y eficaz cuanto la importancia de su propia acción.
Una de las manifestaciones más evidentes de la comunicación es la propaganda que se desprestigió, desde 1914, por el uso de mentiras y excesos de manipulación por las potencias en pugna. Con ello “el Estado capitalista tomó por primera vez el control masivo y totalitario de la información, mediante la propaganda y la censura, con una única finalidad: la victoria en la guerra total. Como en todos los demás aspectos de la vida social (la organización de la producción y de las finanzas, el control social de la población y muy especialmente, de la clase obrera, la transformación de la democracia parlamentaria, formada por intereses burgueses divergentes, en una cáscara vacía) la Primera Guerra mundial marcó el principio de la absorción y del control del pensamiento y de la acción sociales.” (https://goo.gl/ePHh8M)
Desde luego, la propaganda no se inventó en el siglo 20. Viene de milenios atrás con el surgimiento de la escritura, con la cual el Estado y las religiones desarrollaron sus ideologías y afianzaron mitos para convencer o justificar su dominio y expansión. En cada gran ciclo cultural (Chatelet propone tres en la historia europeo-occidental: el paganismo, el cristianismo y el laicismo), la nueva ideología forjó con sus mitos el fundamento racional del constructo de su legitimidad. Cada momento fue una ruptura revolucionaria en la concepción del mundo y del hombre, y con ello del modelo de sociedad y las formas de dominación sustentadas en la propagación ideológica. Desde el Renacimiento y particularmente a partir de la Revolución Francesa, la propaganda fue perdiendo los residuos de la religión y se secularizó. La fe religiosa fue sustituida por la fe terrestre, si bien utiliza la técnica y la psicología de las religiones. (Monnerot; Jules Bartlett; Boribollet).
Los movimientos revolucionarios de los siglos 19 y 20, perfeccionaron y llevaron a otro plano los vínculos entre ideología, propaganda y política. Crearon, con la idea de la reivindicación proletaria, una comunidad supranacional con su mitología propia. Pero Lenin fue mucho más lejos (J. Monnerot): “Quiso infundir dinamismo mediante la agitación y la propaganda… Lenin y Trotsky lograron, en plena guerra, descomponer el ejército y la administración con una combinación realista de insurrección y propaganda, realizando la revolución bolchevique”. A la vuelta de un siglo, la clase capitalista de los países económicamente poderosos crearon su comunidad supranacional llamada globalización con su moderna mitología. A los métodos de la revolución opusieron los de la contrarrevolución y lograron la contención de toda forma de sublevación, hasta ahora con éxito entre otras razones gracias a la propaganda.
Junto a las varias formas de información masiva la propaganda sigue siendo la manera de poner en movimiento a la comunidad política a través del conocimiento, como explica Flechteim, de hechos, fenómenos, ideas, metas, intereses de cada grupo o clase social. El objetivo es politizar al individuo, es decir, convertirlo de individuo privado en ciudadano político.
Este proceso de politización tiene dos aspectos: la formación y orientación de las opiniones. La propaganda ejerce en la opinión “una acción doble -dice Domenach- magnética y protectora”. Forma la opinión individual y la lleva a expresarse en público; protege esa expresión al crear las condiciones lógicas, psíquicas y sociales de una opinión colectiva, atractiva y segura de sí misma así sea sólo para algunos segmentos de ese ente difuso llamado opinión pública. Esta doble función puede asumirse de diversos modos. Unos conquistan y aglutinan a grupos de individuos por el mito, el llamado a las fuerzas del inconsciente y el miedo. Otros persuaden mediante la creación de un imaginario de ilusiones y esperanzas. Forman actitudes para eliminar obstáculos y facilitar los cambios en la estructura social, o bien, una vez consolidada la nueva estructura, impedir su trastocamiento.
Otra función de la comunicación es la explicación racional y la exposición de hechos, pero no está exenta de cargas ideológicas con lo cual opera de hecho como propaganda ya que no renuncia al mito que se origina forzosamente en todos los niveles de la lucha ideológica, “aunque no fuese más que el mito de la opinión pública misma”.
Respecto al mito, conviene citar el sentido que le da Sorel: “los hombres que participan de los grandes movimientos sociales representan su acción en forma de imágenes de batallas [que pueden ser reales o místicas o fantásticas, meras leyendas] en las que siempre triunfa la causa. Propongo denominar mitos a estas construcciones”. Estos mitos, que llegan a lo más profundo del inconsciente humano, son representaciones ideales e irracionales vinculadas al combate. Ejercen una potente acción “dinamogénica y cohesiva”.