La vida urbana es una constante lucha de intereses legítimos que compiten entre sí: transportistas vs. ciclistas, ambientalistas vs. fraccionadores, colonos vs. comerciantes, taxistas vs. Ubers, etc. La diversidad de intereses que existe en la ciudad conduce a conflictos que generalmente se resuelven a través de dos vías. La primera, en los tribunales, es decir, a través de largos y costosos procesos judiciales que desfavorecen a los grupos más pobres. Esta vía tiende a dar mayor importancia a la conformidad con reglas, procedimientos y precedentes legales que a la imparcialidad y eficiencia. La segunda y la más frecuente, a través de negociaciones secretas (léase corrupción) entre privados y funcionarios, por ejemplo, para obtener una licencia de construcción o un permiso de uso de suelo. Estas negociaciones se hacen a cambio de alguna “comisión” o favor y usualmente a costa del beneficio de la ciudad.
En teoría, la planeación urbana -el diseño de soluciones, planes y futuros alternativos- debería minimizar los conflictos al asegurar que los distintos intereses están bien representados en las decisiones que determinan el rumbo de la ciudad. Para ello, el planificador propone planes y estrategias de distinta índole: desarrollo urbano, transporte, movilidad, vivienda, desarrollo económico, espacios públicos, etc. Sin embargo, sus recomendaciones suelen ser excesivamente técnicas e innegociables pues no sólo asume que todos las aceptarán y respetarán sino también que las decisiones se toman de manera pragmática y que al final del día la técnica pesa más que la política. Desde luego, no siempre es así.
Por eso, en la práctica, al momento de tomar las decisiones que verdaderamente transforman la ciudad, las propuestas de los planificadores se terminan negociando en lo “oscurito”. Así vemos la tala de mezquiteras, vialidades que no estaban en ningún plan, gasolineras al lado de escuelas, terrenos reservados para un parque que ya fueron ocupados, edificios con más pisos de los que tenían permitidos, etc. La rigidez de las recomendaciones del planificador y la poca consideración de la política al momento de elaborarlas hace que las negociaciones privadas pesen más que planeación. Por ello, algunos piensan que hay que blindar a ésta última de la política y recomiendan, por ejemplo, promover la autonomía de los institutos de planeación. Asumen que la autonomía de gestión es garantía de buenas decisiones pero olvidan que debido a la diversidad de intereses difícilmente se puede lograr un consenso absoluto sobre cómo y hacia dónde debe crecer la ciudad. Por lo tanto, más que alejar a la planeación de la política, debemos pensar en cómo ambas se relacionan.
En primer lugar, la planeación debe pensarse como un proceso constante de negociación que permita reconciliar y acomodar de manera creativa la diversidad de intereses y no únicamente como un proceso técnico, rígido e innegociable. El planificador debe echar mano de sus habilidades de diseño -la identificación de opciones y alternativas- para asegurar que los intereses de todos los actores o grupos afectados por una decisión sean tomados en cuenta.
En segundo lugar, debemos aceptar que los planes urbanos técnicamente impecables y excesivamente rígidos no sólo dificultan su propia implementación sino que también incentivan la corrupción. En este sentido, deberíamos promover que las negociaciones que ya ocurren en secreto se hagan públicas, legales y en beneficio de la ciudad. Si actualmente un privado paga una “comisión” o un favor a un funcionario por un cambio de uso de suelo o una licencia de construcción ¿por qué no hacerlo visible y de manera legal? Ya existen algunos mecanismos en este sentido. Por ejemplo, para incrementar la altura o densidad de algunos edificios, en algunas ciudades se subastan los permisos, o a cambio se exigen inversiones para mitigar el impacto en la infraestructura o se demanda promover vivienda social. La transacción está a la vista de todos y la ciudad gana por hacer una excepción. De esta manera la ganancia no queda únicamente en un privado o un funcionario como sucede actualmente. En otras palabras, un plan flexible y abierto a negociaciones transparentes y con mecanismos bien definidos puede permitir que la ciudad capitalice las demandas (ej. más pisos en un edificio) a su favor.
En tercer lugar, las responsabilidades del planificador no deben terminar una vez que un plan, una política o un programa ha sido aceptado o aprobado por el cabildo o los tomadores de decisión. La mayoría de sus recomendaciones se hunden después de haber sido propuestas ya sea por la dificultad de coordinar a los actores necesarios o porque grupos insatisfechos crean obstáculos para su implementación. Por lo tanto, el planificador debe desempeñar un papel más activo en el proceso de implementación, por ejemplo, motivando a distintos actores a explorar sus diferencias y áreas de interés mutuo y esforzándose en lograr acuerdos ganar-ganar.
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