Los visitantes del estudio y parque temático escuchan los gritos de un hombre que asegura que le han robado el caballo. Exige al sheriff que salga del banco y le ayude a atrapar al ladrón. Desde la acera contraria, el público observa cómo, una vez afuera, el policía es sujetado por uno de los cómplices de quien gritaba. Todo era una trampa para golpear e inhabilitar al sheriff y así poder robar el banco. Un alguacil que se acerca impide el robo y dispara a los asaltantes, todos mueren. Han ganado los buenos. El show es bien ejecutado, el guión es muy sencillo y los saltos de los dobles de acción desde la azotea hacia el tejado y el piso provocan el asombro de los turistas.
El público aplaude, los corrillos se disgregan, y la voz del narrador asegura: “la vida de un bandido puede parecer un atajo para el dinero fácil; pero hubo hombres muy honestos que lucharon por proteger a los débiles”. Todos vuelven a su papel de clientes, unos piden hamburguesas, otros compran sus estrellas de comisario, otros más pagan boleto para el paseo en caballo. Paul Kersey se queda pensativo, Old Tucson se parece tanto a su ciudad, Nueva York.
Poco antes de su viaje de negocios a Arizona, Paul Kersey perdió a su mujer. Unos pandilleros entraron con engaños a su casa mientras él trabajaba. Los villanos atacaron brutalmente a la esposa de Kersey y violaron a su hija. La primera murió como consecuencia de la golpiza, la segunda tuvo que ser internada en una clínica psiquiátrica pues no pudo recuperarse del traumático evento.
A la pregunta de si habrá una buena posibilidad de dar con el paradero de los atacantes, el policía que atiende a Paul le contesta que quizá haya una chance. ¿Sólo una chance? Sí, debo ser honesto, no quiero darle falsas esperanzas; así funciona esta ciudad.
Deprimido y enojado, Kersey ha vuelto a su ciudad. Como antes, él deambula por la ciudad de noche. Sólo que ahora tiene una pistola. “Hombres muy honestos que lucharon por defender a los débiles”. Sobran asaltantes, Kersey comienza a matarlos. A un lado del río alguien le apunta, él voltea y dispara. En un callejón, tres hombres con navaja se le acercan; sin mediar palabra, los detiene a balazos. Un par de ladrones le exigen su dinero en el metro, caen fulminados.
Las noticias del “vigilante” que hace justicia por mano propia se propagan entre la gente. Si la policía no nos defiende, hagámoslo nosotros. Una epidemia de justicieros se desata. Una mujer repele un asalto usando la aguja con la que fijaba su sombrero. Los obreros de una construcción persiguen y atrapan a un asaltante. La policía está siendo sustituida por ciudadanos que buscan recuperar su ciudad. Nueva York es el viejo oeste, Nueva York es Old Tucson, pero siempre ganan los malos.
Las autoridades saben que tienen que detener al vengador anónimo, pero no quieren hacerlo; la gente lo quiere. Así que cuando por fin averiguan quién es, en lugar de arrestarlo, lo invitan a dejar su ciudad. Kersey llega a Chicago; apenas ha avanzado unos pasos en su nueva ciudad cuando ve cómo una pandilla asalta a una mujer. Kersey ayuda a la mujer, mira hacia los ladrones y finge apuntarles con una pistola. Sonríe.
Nuestro país es ahora, cuarenta años después, Nueva York. La de las películas de los años setenta, la ciudad más violenta del mundo. La de los callejones oscuros e intransitables. La de los asaltos a plena luz del día, la de las pandillas que se disputan las calles. La de la ineficiencia, la de las autoridades desbordadas; la de los vengadores anónimos. México es el viejo oeste, México es Old Tucson. Pero esto no es un show y nadie está aplaudiendo.
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