Cuando discutimos las agendas partidistas durante las elecciones se suele escuchar -aquí y en buena parte de occidente- de una equivalencia perfecta entre gobernar y administrar. Hay algunos osados -mal intencionados en algunos casos- que se pasean afirmando que el delicado arte de administrar una empresa es equivalente, incluso en formas, a la titánica labor de gobernar una nación.
No solo es falso, se puede hacer el argumento de que incluso resulta peligroso asegurarlo. Es una caracterización ignorante y profundamente desleal en algunos casos. Lo que implica entender una nación como una empresa es que de ser este el caso, la única agenda que importa es aquella que haría sentido para un Estado que solo se avoca a velar por la esfera privada de sus ciudadanos. El Estado mínimo no sólo es conceptualmente cuestionable sino que la evidencia no parece respaldar tal barbaridad.
Craso error, tanto discursivamente como en la práctica. Vivir entre un cúmulo de esferas privadas que asemejan una suerte de vida pública en la que cada cual pone sus reglas en el pequeño coto que le corresponde es indeseable. De no ser este el caso, suponiendo que para alguno resulte un deleite, si no se es un sociópata, debería resultar evidente que la sola posibilidad de erradicar lo público hasta su mínima expresión en la práctica constituye un atentado contra la democracia, la meritocracia y disminuye nuestras posibilidades de evitar una oligarquía. Una democracia sin recursos públicos se convierte en una competencia de recaudación de fondos, una sociedad sin educación pública es una receta para el desastre y una economía sin movilidad social -como la nuestra- es un caldo de cultivo para la kakistocracia.
La provisión de servicios y la construcción de bienes públicos así como el establecimiento de un Estado que proteja las libertades individuales no obedece necesariamente -ni con frecuencia- a la lógica de mercado a la cual una empresa debería estar sujeta. Liberalizar la economía, lo que sea que eso signifique, se ha convertido en un eufemismo torpe del mensaje de pauperización de la vida pública que yace de fondo. Sendel no solo tiene razón en este punto cuando cuestiona si el mercado tiene un límite moral, sino que se atreve a ir un paso más allá al señalar el problema de no contar con una provisión adecuada de bienes públicos en particular cuando estos son de carácter moral como pueden ser los valores democráticos entre otras. Si no analizamos las consecuencias indeseables que esto puede tener en el desarrollo de nuestras vidas corremos el riesgo de vivir juntos pero no en sociedad.
Dilemas sobre cómo abordar la vida pública, sus recursos finitos y la incompatibilidad de nuestras voluntades individuales, han sido harto analizadas y atajadas por la ciencia económica y debe decirse con claridad que no hay una sola respuesta a los diferentes problemas con los que una sociedad puede encontrarse.
Lo que sí queda claro sin embargo es que el Estado tiene responsabilidades distintas con los ciudadanos que aquellas que tiene una empresa con sus accionistas. Un Estado no puede ser entendido como un agente ordinario en el sentido clásico en el que se estudia la economía. También cabe decir que tal vez hace más daño un curso introductorio a la economía que no llevarlo. Las simplificaciones que se hacen por ignorancia al ejercer el gobierno tienen consecuencias distintas a aquellas que se pueden tener al administrar una empresa.
@JOSE_S1ERRA