Tuve la debilidad de querer convertir lo efímero en permanente
Ramón López Velarde
El 12 de noviembre de 1908, “a las 9:35 am, dejó de existir, víctima de una penosa enfermedad, el Sr. Lic. D. J. Guadalupe López Velarde”, así la expresa la nota necrológica de la columna Gacetilla del periódico El Republicano, de Aguascalientes, con fecha del 15 de noviembre de ese mismo año. Para ese entonces, Ramón López Velarde y su hermano Jesús, se encontraban estudiando en la ciudad de San Luis Potosí. Atrás habían quedado los años de Bohemio y la “cofradía superficial y aturdida”; lejos se encontraban los amigos Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, más lejos aún, Eduardo J. Correa. En ese tiempo aparecían las imágenes de Lupe Azcona, Sofía Elizondo, María González o Natalia Pezo como hechizo lejano del recuerdo. Regresar para no volver a la ciudad que si bien no fue su cuna, fue la ciudad maestra que le ofreció, a manos llenas, la poesía de las calles y del cielo, de la amistad y de los libros, del teatro, la música, los amores imposibles, la picardía. Regresar a Aguascalientes para despedirse del patriarca, para cerrar puertas y ventanas de esa ciudad-maestra que le amalgamó “el metal de su propia voz”. Ramón había presagiado esa muerte como presagió su vida en poesía.
Don Guadalupe López Velarde había llegado a Aguascalientes en 1898, acompañado por su esposa Trinidad y sus hijos Ramón, Jesús, Trinidad y María Guadalupe -los cinco restantes nacieron en esta ciudad-. Ramón contaba con 10 años y los sentidos dispuestos a la sorpresa ante una ciudad llena de vida: fábricas, trenes, tranvías, calles empedradas y con modernas banquetas, plazas, jardines, monumentos, avenidas; sí, una ciudad moderna, industrializada y pujante. Pero la fascinación no cesa: ese año es inscrito en la escuela de las hermanas Díaz Sandi: Colegio Particular de Niñas “Nuestra Señora de Guadalupe”, y con el matiz de la nostalgia, “La escuela de Angelita”. La decisión de que Ramón acudiera a una escuela de mujeres fue un “gentil acierto” de sus padres, pues “los niños de calidad”, “los niños principales” de provincia aprendían las primeras letras en estas instituciones, rodeados de mujeres, para no violentar el desprendimiento de los brazos maternales, antes bien procurarles “un suave y lúcido factor de la educación”. Ramón, en remembranza, escucha el reloj de la parroquia y acaricia con la mirada las mariposas, como “ilusiones trémulas de un pintor”. Su padre ha muerto, y Angelita, Petrita y Lola Díaz Sandi han sido sepultadas cariñosamente en el corazón, como no lo fue Sóstenes Olivares, director del Colegio Particular del Señor San José para Varones, al que fue inscrito posteriormente, pues no existe ninguna referencia, ningún texto dedicado a esa etapa.
Después, el regreso a Zacatecas, pero a la ciudad, a estudiar un par de años en el Seminario Conciliar y Tridentino. En septiembre de 1902, de vuelta a la casa materna aguascalentense, a la ciudad-escuela, Ramón es admitido en el Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe, con la pretensión de que fuese formado intelectual y moralmente, pues la institución no sólo estaba enfocada en la educación de los futuros sacerdotes, sino en la de la totalidad de los jóvenes, para así darle a la sociedad hombres preparados conforme a los preceptos de la Iglesia. Ahí Ramón encontró respuestas: libros, latín y francés, poesía. Tuvo al alcance mucha literatura y conoció a los clásicos; aprovechaba el tiempo con lecturas, participaba en veladas literarias y escribía disertaciones filosóficas; fue regente de estudios de la Academia Latina León XIII, una asociación literaria que permitía a sus integrantes realizar traducciones del latín y análisis gramaticales. Ramón reconoce que a su padre no le entusiasmaban esas “distracciones” literarias, pero paradójicamente apadrinó un examen público de Bella Literatura, pues, en esa época, se acostumbraba que personalidades destacadas de la sociedad participaran en los eventos escolares. De igual modo, su tío, el sacerdote Inocencio López Velarde, apadrinó el primer examen en el que obtuvo el primer premio en la Cátedra de Filosofía Moral, Religión y Derecho Natural, y el gobernador del estado, Alejandro Vázquez del Mercado, pudo constatar que Ramón López Velarde era un excelente alumno, pues apadrinó un examen de Física en el que también obtuvo el primer premio.
En enero de 1906, Ramón, junto con su hermano, el inseparable Jesús, participó en una Velada Literaria, y el programa estaba conformado por una lectura de poesía que él mismo realizó y por una alocución por parte de Jesús. Éste fue el último evento en el que participó López Velarde como alumno del seminario, pues sus aspiraciones crecían, su ambición por el conocimiento aumentaba, y el seminario ya le había aportado lo que debía, más no lo que necesitaba. Cerrando este ciclo comienza uno nuevo, el del Instituto de Ciencias de Aguascalientes.
El periodo del instituto, aunque corto (1906 a 1907), fue muy intenso: aquí se afianzaron las inclinaciones poéticas, el interés por el arte y la música, la fascinación por las mujeres, la vida bohemia, los amigos, los maestros, el aprendizaje fuera del aula, el amor, la búsqueda constante y la palabra. Experimentó también el fracaso: acostumbrado al primer lugar y a las menciones honoríficas, ahora conoce “aprobar por mayoría” y no por “unanimidad”. Entre los exámenes de revalidación para ingresar al instituto, realizó el de Literatura, en el que dos de los sinodales lo calificaron con “A” (aprobado) y uno con “R” (reprobado). No es claro quién lo calificó de esta manera, sólo se sabe que los maestros que participaron fueron José María González, José G. Cruz y Manuel Gómez Portugal. Esto tuvo que forjar su carácter para enfrentar lo que la vida le depararía. Y esto también sirvió para la conformación del mito: el gran poeta, en su adolescencia, reprobó literatura.
Con la intención de, según se describe en el texto Bohemio, enmendar “la índole trapacera de deshilados y alfarería, con un propósito de desinterés”, López Velarde estableció vínculos inquebrantables con Enrique Fernández Ledesma “poeta de fuste” y Pedro de Alba, “quien todavía no aplicaba la estética a la conducta”, para fundar un “animoso ateneo” junto con su revista, en la búsqueda de “el metal de la propia voz”. Así nació Bohemio y así surgió la relación con escritores e intelectuales, como Eduardo J. Correa y Manuel Caballero. El tiempo transforma el humor en ironía, y López Velarde lo confirma al relatarnos cómo nace y cómo muere esta revista; como la “vocación al Olimpo” de estos cofrades era, aunque ambiciosa, una posibilidad, pues se les consideraba “niños prodigios”, expresión que sazona con un guiño: “modestos pero brillantes”. Aunque la corta vida de Bohemio no los catapultó al templo de los dioses y sí su muerte al inframundo de la teneduría de libros -recordemos que la palabra “desfalco” es la que mejor describe el finiquito del proyecto-, lo que sí es seguro es que afianzó una amistad sustentada por los intereses compartidos, por la identidad que hace pertenecer a un grupo, por la complicidad que se refuerza al planear, en conjunto, la vida futura.
Ésta también es la época de los primeros poemas y de las colaboraciones en diferentes periódicos, es la época de lecturas y de teatro, es la época de las despedidas.
Para 1908, Ramón López Velarde tiene que decirle adiós a su familia, a sus amigos, a su casa, a su escuela, y emigrar a San Luis Potosí para continuar sus estudios en la Escuela de Leyes. Pero siempre está la expectativa de volver, aunque sea por cortas temporadas. Sin embargo, el destino que no se anda con consideraciones, hace que Ramón se despida definitivamente de su ciudad-maestra en noviembre de ese mismo año. Ha muerto el padre. Se ha cerrado la casa de Aguascalientes y su familia regresa a Jerez: “Supe después lo enormemente triste/que es la tristeza del hogar vacío/y lloré con la marcha de la madre/para tierras del norte.” Aguascalientes ya no tiene más que ofrecer.
La edad vulnerable es la edad en la que todo es posible: el individuo se modifica constantemente, se descubre y se oculta según lo requiera, deja la piel por lo cree y la pasión conduce sus acciones. De igual modo, sus sentidos están más dispuestos a percibir la realidad circundante y se sabe dotado de la seguridad necesaria para transformar al mundo. Esa edad tenía Ramón López Velarde cuando vivió en Aguascalientes, su ciudad-maestra, su ciudad-escuela.