Mis sueños más recientes tienen de personaje al perrito viejo, medio sordo y ciego de mi familia: el Killer. La mirruña de perro, cuando recién me mudé a Cholula, era mi compañero necio en todos los paseos. A pesar de su existencia compacta, tenía en el rostro la seriedad de un león como si él hubiera nacido para ser el compañero de caza de un gran explorador. Me daba vergüenza salir con él, y lo digo por mí, yo no me sentía a su altura. Ya está viejo, medio sordo, ciego, oh, y también cojo, pero algunas veces se anima a pasear con nosotros y por la ironía del tiempo ahora parece más contento, más niño, mueve el hocico y la cola como si cada paseo fuera una oportunidad para rejuvenecer. Ojalá pudiera entender la vejez de los perros.
Pero es su vejez onírica la que me preocupa; aparece en mis sueños como una especie de sabio o de símbolo enigmático de sabiduría y bienestar. Uy, uy, uy, ahorita les saco las cartas del tarot. El Killer se asoma por la esquina de una ventana, o nos encontramos a la vuelta de una esquina, o sacude su cuerpo después de mojarse de una lluvia inversa y yo, por honrar nuestros primeros paseos, lo sigo durante las eternidades que puede concentrar un sueño.
Me lleva por parajes extraños, abiertos hasta el horizonte, y confío en su guía como si los sueños fueran más allá de eso: un pedazo de verdad, un mensaje críptico de raíces profundas y misteriosas. En el camino, perro y hombre se transforman y se confunden, claro, uno se pone a recitar recursos mnemotécnicos mientras el otro hace pipí en los árboles, uno persigue autos mientras el otro canta una rola de Caifanes y uno más duerme con el culo parado mientras el otro guía a su dueño por un sueño.
(Probablemente sueño con el perro porque he sido testigo en los últimos años de cómo lo destruye el tiempo: un oído menos, una pata menos, ya no tiene dientes. Canción y moraleja para el niño sobre la muerte y los segundos que pasan. No hay camino onírico, no hay verdad oculta y el enigma es de una facilidad aplastante. La felicidad de las mascotas es también su crueldad: no hay tiempo más breve que la década y un poco más que los animales te acompañan y no lo piensas hasta que, bueno, ocurre. La gente se procura el tiempo para procesar la ausencia de los vivos pero, en cambio, apenas una década ha pasado y pierdes a tu animal guardián. Extiendo aquellos paseos con el Killer en mis sueños no por una conexión entre el hombre y la bestia, sino porque estamos reducidos a nuestros pasitos antes del cansancio, de perder la respiración y el ánimo. He tenido que volverme más consciente de mi propia casa porque el perrito, ya ciego, me sigue a todas partes y confía demasiado en mí; si no me pierde el rastro nunca se perderá a sí mismo y todo estará bien. La crueldad no sólo trata de la muerte, pero también la confianza en el hombre).
La piedad al perro es un capricho. En los sueños, el animal ha dejado de llorar porque en la vida diaria para todo chilla: sube y baja de mi regazo, la cama, las escaleras. En los sueños el perro camina y jamás orina porque en la vida, todo es una esquina y camina dudoso, errático, preocupado de golpear algo. Pronuncio su nombre, esperando un fulgor místico y, si por accidente escucha, voltea para el otro lado y me da la espalda. El perro mira silencioso un muro pero eso es lo gracioso: no está pensativo, es que ya no ve; no sabe que no estoy ahí. Mis sueños son una compensación para el mundo retorcido en el que ahora vive el perrito. Lo miro durante horas, trato de entenderlo, pero él hace tiempo que está en otra parte y sospecho, quizás correctamente, que la piedad de mis sueños no es para él sino para mí.