Mayo en Aguascalientes es el infierno.
Los estragos de la Feria aún están presentes y la temperatura derrite la posibilidad de dormir a gusto, las ganas de vestirse y de trabajar… derrite todo, incluso los hielos del mezcal que justo ahora acompaño con un poco de xoconostle aliñado con pimienta negra, sal de mar, chile en polvo y limón. Las notas ahumadas y la tersura del añejo oaxaqueño contrastan de manera intensa pero favorable con la experiencia agridulce del xoconostle. El destilado, en un discreto oro traslúcido combina con el carmín intenso y los tonos amarillos acuosos del fruto partido en cuatro. La imagen me gusta así que, fiel a los tiempos que me ha tocado vivir y como buen adicto a compartir lo que nadie me ha pedido, decido tomarle una foto para el face y mientras quito una silla para que el respaldo rojo no desvíe la atención, pienso en los pequeños detalles que uno tiene que atender a la hora de componer una imagen.
By the way, el maridaje es fabuloso y la foto mediocre.
Todo cuenta, todo. En textos anteriores he mencionado que los componentes de una obra de arte están ahí por una razón. El artista escoge las formas o las figuras que mejor trabajan para conseguir lo que busca; los colores, las direcciones, las líneas, las luces y sombras; cualquier grafía, el género de los personajes, los espacios vacíos y hasta el título de las piezas se piensa en función de la recepción de las mismas por parte de quien observa y completa la obra. O al menos así debería ser.
El caso de “Siempre me he querido pintar (autorretrato)”, óleo sobre tabla de gesso de José Emilio González Villanueva es un buen ejemplo de lo anterior.
A primera vista la obra genera un muy buen impacto pero es importante poner atención a los detalles para que la experiencia no se quede en una lectura superficial pues la pieza no es sólo un derroche de habilidad. La pintura de González Villanueva no es un gesto vacío que pretende establecer la supremacía de la técnica y reducir el arte a una cuestión de excelencia en el oficio, sino todo lo contrario. La destreza del autor es sólo un medio para desarrollar un discurso inteligente y sutil y es justamente ahí en donde se puede encontrar el valor real de la obra.
Con apenas cuarenta por treinta centímetros de superficie, la pieza aborda uno de los géneros tradicionales de la pintura y lo retuerce. En siglos pasados, el autorretrato mostraba al artista altivo, enigmático, poderoso; con su paleta, sus pinceles y su boina; en un gesto heroico y estableciendo un pedestal imaginario del cual ha sido casi imposible bajar al gremio. Es importante decir que por supuesto hay excepciones y existen ejercicios distintos dentro de la historia del autorretrato. Es importante decir también que en siglo XX y XXI el autorretrato ha sido abordado de muchas maneras, estableciendo una ruptura con la idea tradicional del ejercicio.
Más allá de las cualidades técnicas de la pintura, me parece relevante hablar de lo que hay detrás del mero ejercicio de la representación: La obra sugiere que el autor conoce la historia de la pintura, sugiere un consumo frecuente de imágenes que llevaron al artista a entender el claroscuro y las composiciones clásicas, pero sobre todo, a entender las intenciones, los metalenguajes y los significados del arte histórico. Vertical en su orientación, la pieza muestra un primer plano del autor sosteniendo un lipstick rojo que recarga en su labio inferior. La figura está cargada hacia la derecha de la composición y el lado izquierdo del rostro es notoriamente más claro que el derecho. Esto es importante pues establece una idea de dualidad que se ve reforzada no sólo por la presencia del lápiz labial, sino por el hecho de que la pintura roja ha sido dispuesta solamente en la mitad de la boca. Es el artista y la imagen del artista, el autor y el narrador de la historia lo que observamos en la pintura. Una dualidad que nada tiene que ver con cuestiones de género y que inevitablemente me lleva a pensar en el Jekyll y Hyde de Stevenson o en el Apolo y Dionisio de Nietzsche.
Hay un detalle de suma importancia en el autorretrato: Podría pensarse que al pintar sus labios, el personaje debería observar lo que está haciendo, sin embargo aquí es distinto, la mirada del personaje no se dirige hacia abajo, hacia lo que podría intuirse como su boca en un espejo, sino hacia el frente, hacia el espectador. Este gesto es crucial pues además de dislocar la idea de la existencia de un hipotético espejo frente al cual se está pintando el personaje (en un segundo plano se puede observar una textura que sugiere la idea de mosaicos de baño y, normalmente, en un baño hay espejo) la mirada al frente establece un diálogo directo, conecta con quien observa y vuelve a poner sobre la mesa a la idea de dualidad: el observador es observado.
En un acto de inteligencia y manipulación que confirma los conocimientos sobre composición que el autor tiene, el lipstick y la perspectiva en el dibujo de los mosaicos del lado izquierdo son unas marcadísimas diagonales que direccionan la atención del espectador hacia la parte central de la imagen y que es justamente donde se encuentran el ojo más iluminado y la boca, elementos cuya importancia compositiva y connotaciones se ven reforzadas gracias a lo anterior.
El formato es pequeño pero eficaz; es íntimo, como el acto de la creación, como pintar, como pintarse. Ser varón y maquillarse es desafiar clichés de pensamiento y, si bien la imagen sugiere una escena de baño, íntima y privada, la obra hace público el desafío al ser expuesta y observar a quien la observa.
El título de la obra es sencillo pero avispado y construye un divertido juego de palabras entre el acto creativo de la pintura y el atrevimiento de la escena retratada.
La obra está aún expuesta en la Galería de la Ciudad, ganó uno de los premios del encuentro nacional de arte joven de este año y vale la pena ir a verla pues es uno de esos ejercicios que, más allá de ser el oficio a contracorriente de lo contemporáneo, es lo contemporáneo y el oficio en una obra que deja otro premio en casa.