Supongamos que requiere usted cartografiar ideológicamente este país. Podría hacer un mapita temático en el que, usando distintos colores, se mostraran las diversas posturas. Puede irse por la fácil y caer en el yerro de aceptar que los partidos políticos efectivamente representan posturas ideológicas; pintará de rojo los feudos priistas, de verde a los verdes, de azul los panistas…, y así. Creo en cambio que la supuesta heterogeneidad política es cosa etérea (¿etérgeneidad?). Las diferencias entre los partidos existen, por supuesto, no todos son iguales, pero sus diferencias son de intereses no de ideas. En cuanto a ideología, el país es latifundio del lugar común. Valga decirlo así: lo más común es el lugar común ideológico.
El lugar común ideológico no respeta colores partidistas, fronteras de clase social, perfiles sociodemográficos, niveles escolares…, ¡por algo es lugar común! En un Diccionario de lugares comunes del votante mexicano podríamos encontrar, por ejemplo:
Buen mexicano.- Mal ciudadano; úsese en la locución pronominal “Como buen mexicano…”
Error.- No existen, hay áreas de oportunidad.
Político.- Todos son iguales.
Sentido común.- El más común de los sentidos.
Un tumbaburros de esta calaña podría ser un ejercicio pertinente, pero no novedoso. Hace más de un siglo, ya se le había ocurrido a un novelista francés. Del Dictionnaire des idées reçues, tres entradas de muestra:
Imbéciles.- Quienes no piensan como uno.
Literatura.- Ocupación de los ociosos.
Novelas.- Pervierten a las masas.
El Dictionnaire des idées reçues fue un proyecto en el cual Gustave Flaubert (1821-1880) trabajó durante tres décadas. Nunca logró concluirlo, al menos no como un libro unitario. Peccata minuta. Como sabe cualquier persona que haya pasado por una secundaria, Madame Bovary (1857) alcanza para que don Gustavo sea considerado un imprescindible de la literatura universal. Pero el normando es más que Madame Bovary, aunque no mucho más: descontando las piezas seminales que tuvo el recato de no publicar -las novelas Sueño infernal (1837), Memorias de un loco (1838) y Noviembre, fragmentos de un estilo cualquiera (1842)-, así como las distracciones –La tentación de San Antonio (1874) y Tres cuentos (1877)-, quedan tres novelas más: Salambó (1862), La educación sentimental (1869) y su gran apuesta narrativa, Bouvard y Pécuchet, obra que, a pesar de haber quedado inconclusa, Caroline Commanville, sobrina del novelista, publicaría al año siguiente de la muerte del tío bigotón. Desde entonces, las buenas ediciones (por ejemplo, la de Penguin Clásicos) suelen incluir el Dictionnaire des idées reçues, presentado como planeaba hacerlo el propio Flaubert, esto es, como una sesuda creación de los protagonistas.
Algunos traducen idées reçues como ideas corrientes (Penguin). La traducción directa sería ideas recibidas, en el sentido de preconcebidas: ideología, pues; usted no concibió lo que cree que piensa sino que le fue incubado. En inglés se ha impuesto la literalidad (Dictionary of Received Ideas), y es una pena, porque existe el término platitude, tomado del francés, y que el Webster emparenta con insípido, banal, trivial, y que proviene del latín planitĭa (superficie, planicie, pero también normal), el mismo origen de los vocablos españoles llaneza y planicie. En efecto, los lugares comunes expresan la planicie del pensamiento, la ausencia de relieve. ¡Lástima que en español no tengamos platitud! La definición que ofrece Wikipedia para el término en inglés es la siguiente: “declaración trivial, sin sentido o prosaica, generalmente dirigida a calmar el malestar social, emocional o cognitivo. Las platitudes están orientadas a presentar una sabiduría superficial y unificadora. Sin embargo, son demasiado generales y desgastadas para ser algo más que juicios preconcebidos, con una contribución muy poco significativa a una solución”. ¿Por ejemplo? ¡Uy, abundan!:
— Es como todo…
— No me preocupo, me ocupo…
— Mejor tarde que nunca…
La espeluznante planicie del lugar común: una enorme extensión que habría que cartografiar usando la misma tinta, el mismo patrón… Lo cual nos lleva a la palabra cliché: según informa el Diccionario panhispánico de dudas se trata de una voz tomada del francés cliché, “plancha que se utiliza para reproducir múltiples copias de los textos o imágenes grabados en ella”, “negativo fotográfico”, “estereotipo” y, ya por extensión, “lugar común, idea o expresión demasiado repetida”, conforme a la tercera acepción que provee la RAE.
En su Diccionario de lugares comunes -como traduce Tomás Onaindia para la edición de EDAF-, Flaubert incluye algunas definiciones que pintan de cuerpo entero al burgués europeo decimonónico al que quería denostar. La fe que desde entonces y hasta hace muy poco había compartido la inmensa mayoría de los occidentales se expresa palmariamente aquí:
Economía: Siempre acompañada de “orden” conduce a la riqueza.
Egoísmo: Lamentarse del ajeno y no caer en la cuenta del propio.
La definición que años después aporta Ambrose Bierce (1842-1914) en su Diccionario del diablo es mucho mejor:
Egoísta.- Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo que en mí.
El de Bierce no es un catálogo de lugares comunes, más bien lo opuesto: presenta definiciones meditadas y excéntricas. Su Diccionario del diablo puede servir para enfocar con precisión al informante al que deberíamos acudir en caso de que quisiéramos acometer la empresa de escribir el Diccionario de lugares comunes del votante mexicano:
Idiota.- Miembro de una vasta y poderosa tribu cuya influencia en los asuntos humanos ha sido siempre dominante. La actividad del Idiota no se limita a ningún campo especial de pensamiento o acción, sino que satura y regula el todo. Siempre tiene la última palabra; su decisión es inapelable. Establece las modas de la opinión y el gusto, dicta las limitaciones del lenguaje, fija las normas de la conducta.
@gcastroibarra