Rubén Díaz López y Juan Carlos Díaz López
Vinimos a Comala porque nos dijeron que acá vivía nuestro padre, un tal Pedro Páramo… bueno, en realidad fuimos al Chilarillo, porque allá nació nuestro padre, Rubén Díaz. Puede sonar soberbio, pero, en realidad, nosotros conocimos de manera profunda el universo que había visitado tanto en sus textos como en sus fotografías Juan Rulfo, sin haber leído por primera vez Pedro Páramo o El Llano en Llamas.
Desde pequeños asistíamos, de día de campo, a este viejo poblado que se encuentra entre los límites de Aguascalientes y Jalisco, algunos kilómetros antes de llegar a Villa Hidalgo. Este pueblo es la puerta para nuestra propia Comala; así es que, para llegar, caminábamos sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada y así creíamos, mientras levantábamos pisotones de esa tierra del bajío que pintaba los pies y envejece el alma de los que allá viven, que no habría nada después que ese camino sin orillas, pero sí hay algo. Hay un pueblo. De ahí que, con la primera lectura, o los retratos emblemáticos de Juan Rulfo, toda una niñez llega de golpe, como una tolvanera en medio de un llano.
Fuera de un arroyo viejo, que arrastra a veces sólo historias y otras ni siquiera eso, llamado por algunos Río San Pedro, está la ranchería, la viva imagen de los murmullos rulfianos, sus derruidas casas, sus calles polvorientas y adustas, las pocas familias que aún la habitan tienen a la puerta a su propia Eduviges que te invita a pasar: nosotros lo hicimos muchas veces; y conocimos ahí a Susanas, Florencias, Fulgores, Romanas, Juanes y Facundas, que contaban aquellas historias llenas de almas en pena que no lo sabían, o que sí lo sabían, pero no les importaba, intenciones buenas y alguno que otro rencor de una mentalidad del siglo pasado.
Todo esto evoca la tierra de nuestro padre, cual si sus paisajes hubieran sido el set del cortometraje El despojo del director Antonio Reynoso (1963), un hermoso poema visual que, cinematográficamente, es lo que más se ha acercado al universo de Rulfo. Si bien el autor estuvo integrado al cine de forma permanente (como guionista, crítico, fotógrafo, asesor, etcétera) lo cierto es que, las películas basadas en su obra literaria, no se acercan tan fidedignamente a las atmósferas que él imaginó; más allá de ellas, su influencia trasciende a todo el cine (a todo el arte) mexicano, la gran cantidad de cintas que nos recuerdan los pasajes de su escritura, es inagotable, por eso la revista La tempestad en su número 121 intitulado “Juan Rulfo sin ataduras” utilizó como soporte visual de su homenaje, fotogramas de clásicos del séptimo arte, como Macario (1960) o Río Escondido (1948).
Las expediciones de la niñez, bajo el ardiente sol por aquella árida meseta que integra el Bajío, hacían comprender, por lo inhóspita, que aquí haya nacido una de las tribus más indomables de la Conquista: los chichimecas; que fuera la cuna y el refugio de los agrestes cristeros. Aquí, no hay derecho ni justicia, el único pan nuestro de cada día, la única ley, es la del más fuerte, por eso no hay nada “de lo nuestro” solo la fuerza de Pedro Páramo y sus cuatreros. Tal vez por eso Juan Rulfo no volvió a escribir nada, porque sabía que México es Comala, que hay una muerte eterna donde no hay estado de derecho.
Si se camina unos cuantos kilómetros hacia adentro de El chilarillo, junto a una pequeña cañada, en medio de la nada, se puede llegar, entre los matorrales y los pocos huizaches o mezquites que apenas brindan pequeñas sobras, a lo que fue a mediados del siglo pasado, una casa. De aquella construcción, hoy solo queda una barda de adobe, aquel sitio fue la morada de nuestros abuelos y tíos; no sabemos si fue el semidesierto, la soledad que se percibe, lo funesto de solo comer cuando el temporal había sido bueno, sin embargo, un día por allá del año de mil novecientos sesenta, a diferencia de Juan Preciado, abandonaron su destino, le dieron la espalda a ese llano duro como pellejo de vaca, a la injusticia de la tierra, vendieron o malbarataron todo lo que tenían, y más que huir hacia la ciudad, decidieron que sus voces no se convertirían en un murmullo más de Comala.