Hace algunos años, Luis Cortés intentó probar que Edilberto Aldán era la diosa de la cumbia. Este texto tiene como objetivo demostrar que aquella propuesta era un error. La verdadera diosa de la cumbia es Sofía Ramírez.
He comentado antes que soy un pésimo lector. Continúo siéndolo. Y desde la trinchera de quien pierde horas en cada página, suspende la lectura y se extravía en el sentido de lo que lee, me enfrento con sincero temor a la poesía. Hablar de poesía me supera. Los versos me rebasan y me evaden; no se mantienen quietos. Escapan a los fríos análisis lingüísticos y se meten con mi persona, me obligan a duda, a titubear. Amo la poesía porque me resulta odiosa, y la odio porque me desarma e ignora mis defensas.
La casa que soy es un libro de poesía escrito en su totalidad para mí. Sé que esto puede despertar sospechas de que mi ego ha llegado a límites intolerables. Suspenderé entonces cualquier justificación emocional y probaré por medio de un estricto análisis dos cosas: que, este libro fue escrito para mí, y que, como mencioné antes, Sofía es la verdadera diosa de la cumbia.
El libro tiene noventa páginas, las primeras diez son preliminares. Así que el texto propiamente tiene ochenta páginas. En la número cincuenta (la cuarenta del poemario, o sea, el centro mismo del asunto), aparece el poema “Domingo”, que está dedicado a Joel. Yo soy Joel. Yo cerré la puerta de mi casa un día hace un par de años y me quedé solo en la calle, en shorts, sin dinero, sin teléfono y sin llaves. Como un niño. Más aún, como el niño que fui a los diez años y que un día decidió irse de casa para escapar de sí mismo.
Bien, una escuela crítica de mediados del siglo pasado promovía una lectura atentísima que explorara el texto hasta encontrar una rendija por la cual entrar a él. El procedimiento era muy sencillo: leer y leer hasta deslizarse, como Alicia, por una entrada inesperada y única. Mi entrada a La casa que soy está precisamente al centro, en mi poema de Sofía -o su poema de mí, como se prefiera-. Todos los demás poemas se organizan -para mí, insisto- a partir de ahí. Hay derecha e izquierda, principio y final. Los versos sobre dios, el silencio de los pájaros y las rosas son el preámbulo que lleva a un autorretrato acompañado, ahí donde está mi rendija para entrar. Y los inquilinos transitorios son la despedida de una visita dominguera.
Bien, probado de manera irrefutable el punto “este libro es para mí”. Procedo a demostrar, de manera más irrefutable aún, que Sofía es la verdadera y única diosa de la cumbia.
Cuando leo poesía me equivoco porque me gusta la cumbia. La caja rítmica de mi mente impone a cada verso el “un dos tres, cinco seis siete” de la guacharaca o la güira. Al terminar de leer cada poema, tengo que resistir el impulso de gritar cuuumbia. No me importan el tono o el ritmo de lo que leo, como un verdadero maleducado lucho contra las palabras escritas hasta que logro someterlas con timbales y polleras coloraas. Con cada poemario, libro una batalla agotadora en la que blando mi única y torpe arma, la necedad. Me resisto a ser tocado por la poesía, levanto fortificaciones y refugio a mi alma en una habitación fría, amueblada por la razón, desde la que disparo incesantes “tss, taca, tss” para domesticar a la belleza que me acorrala. Sin embargo, a veces, y cada vez con mayor frecuencia, un libro me derrota: derrumba mis murallas y desestabiliza mis justificaciones para leer el mundo como una mera pieza para bailar.
Sofía me ha puesto una tunda. Abre la puerta de su casa y manda a dormir a Dios. Mientras comprendo que un padre descubre tierras entre piernas tibias y una madre predice el mar y convoca demonios; me acerco, con murmullos de oleaje y de grillos, a un espejo que me regala el reflejo de tu lamento por crecer con árboles a los pies, con margaritas en el cabello y con torcazas en el estómago, y el mío, cansado porque sigo sin aprender a utilizar mis alas.
No me recupero aún de haber entrado a la casa, y ya sé que la divina tristeza estancada provocó la ausencia de brisa. Unos pasos adentro del recibidor y he olvidado la cumbia, ya no estoy bailando. Avanzo a tientas esperando las habitaciones, con el temor de que resulte cierto que el dios festivo no despertará.
Justo cuando adivino que la leña y el fuego no serán suficientes, Sofía confiesa que no sabe de rosas y, para probarlo, me regala acacias que prometen el azul del cielo. Recorro su jardín, que es toda la historia natural, y regamos sus violetas con agua y letanías. Las ranas croan, se escucha la plegaria de un cactus que pide misericordia y compasión. He perdido toda esperanza de triunfo. Dejo de defenderme y acepto la invitación a ser parte de su casa.
Ahora sí, todo el ritmo es el ritmo de Sofía, ella marca el compás y puebla mi alma de pitayas y arroz con leche. Mi corazón cuarteado vuelve a alegrarse con las ciudades que construyó para sus hijos, entre los días de polvo y los mapas que que me ayudarán a no olvidar.
Dos nombres de siete letras transitan el resto del texto. Son los cuartos más brillantes y luminosos; sus manos son aves o migajas, ellos son gotas de agua por fe de los susurros. Son habitaciones en las que todos los objetos vuelven a ser bautizados. Y Sofía comparte estas habitaciones, a pesar de que titubea para acercarse a ellas; las visita con ojos de amorosa prudencia, con respeto y sorpresa. Las conoce a la perfección, pero las descubre cada vez que entra a ellas, si es que toca la puerta.
Al final, Dios no despierta. Y así dormido le cede su imperio a la poesía, la última casa de la misericordia. Yo, por mi parte, he sido paseado y bailado. Todas mis murallas racionales fueron desmontadas, y en el fondo vuelvo a descubrirme, agradecido y deslumbrado. Sofía me ha arrebatado la cumbia, la ha reinventado como belleza, y me la ha devuelto regiamente con una sonrisa.
Los invito a leer y leer el poemario. Prometo que un verso, una palabra o un guiño será la rendija por la que podrán entrar a esta casa. Y les aseguro, desde aquí adentro, que descubrirán que también fue escrita para ustedes.
Para terminar, voy a dedicar esta letanía, que es de Sofía, y mía y de ustedes, a la gente a la que amo:
“No se mueran, no se mueran
como el pez beta o el periquito australiano,
si no sobreviven a mi descuido,
jamás tendré una flor así”.