En su majestuosa igualdad, la ley prohíbe tanto a ricos como a los pobre pobres dormir bajo los puentes, pedir limosna en las calles o robar las migajas del pan. En una sola frase Anatole France da en el clavo. La ley comprendida como un gran igualador, como un decreto de equidad, es tan útil como un pez que sabe andar en bicicleta.
Lo que sea que diga la ley no implica en la práctica tener los mismos derechos y obligaciones. Para hacer cumplir la ley hacen falta instituciones, el Estado. Ser pobre, por ejemplo, inhibe en la práctica el ejercicio fundamental de algunos derechos sobre todo cuando el Estado ignora selectivamente a sus ciudadanos. La falta de riqueza es un lastre invisible pero muy real. No entender tal cosa es una necedad y a pesar de ello hay quienes por descuido o por ignorancia sostienen que la desigualdad es un disparate.
Es evidente que tanto para los más pobres como para los más afortunados el sol sale a la misma hora, lo que no resulta tan claro es cómo esto podría ser relevante. Importa poco que algunos aspectos de nuestra vida pública sean de hecho públicos. Por ejemplo, cualquiera puede decidir caminar por el barrio más violento, poco iluminado, peligroso o insalubre de cualquiera de nuestras ciudades. El asunto es que hay quienes para llegar a su casa no tienen otra más que hacerlo, allí la clave.
Se dice con frecuencia que la libertad es una clave de la vida pública sana. Lo que se dice poco es que esa vida pública debería implicar algunos estándares mínimos. Al respecto suele predominar el argumento liberal clásico en el que poco importan otras consideraciones que no sean de interés evidente en el contexto en el que se enmarca la discusión. Es decir, suele ignorarse el hecho de que hay factores varios que afectan el ejercicio de la libertad que requieren de un análisis fino.
Digamos que en este entendido no suele importar, o importa poco, quienes pueden en realidad gozar de sus libertades. La discusión pública en EEUU sobre la seguridad social, concretamente sobre el sistema de salud, arroja un ejemplo magistral. Por una parte los demócratas pretenden asegurar que todos tengan derecho a la salud, mientras que los republicanos pretenden defender la libertad de escoger quien brinda la atención médica. Para estos últimos es más importante el derecho a elegir que tipo de cobertura médica se tiene que el hecho mismo de recibirla.
Reduciéndolo al absurdo, digamos que en ese escenario todos son libres de morir de una enfermedad curable -si así lo desean- con el fin de evitar que se les obligue a aportar un porcentaje de su ingreso a financiar el sistema de salud. Tremendo ofertón.
La propaganda contra la pobreza ha sido tan exitosa que en algunos casos cretinos y subnormales han construido una imagen de vileza a su alrededor. Incluso, alrededor del mundo y cada vez más en México, hay quienes han emprendido una campaña para hacer pública una visión donde la pobreza es un cómodo mezzanine donde convive la idiocia, la ignorancia y la conformidad y desde el cual se ve gratis una función de cine por la que pagamos todos.
La idea de que los pobres son un lastre o que estos están solo para recibir dádivas lastima nuestras posibilidades de ser la nación humana y generosa de la que versa el juramento a la bandera.
Es verdaderamente indignante que en México proponer que se alivien los problemas de los más suene más al primer capítulo de un manual de autocracia populista en lugar de la piedra angular de una república socialdemócrata. En México cada oportunidad cuenta y entre más avance el individualismo mal entendido y mañoso, más difícil será rehacer nuestro país sobre unas bases tales en las cuales sea imposible que exista la pobreza. Aunque se tenga ganada la igualdad ante la ley aún hacen falta las instituciones que la hagan valer.
@JOSE_S1ERRA