El desacuerdo en torno a nuestras creencias morales es persistente y ubicuo. Solemos estar de acuerdo en cómo juzgar y evaluar las acciones propias y ajenas. No obstante, dichos desacuerdos son menos profundos de lo que parecerían inicialmente. Pienso que son desacuerdos que tienen qué ver sobre todo con nuestros estándares y no con nuestros criterios morales. Aunque los casos límite presentan claras excepciones.
Pensemos en una competencia de clavados. Los jueces, aquellos que valorarán si un clavado es bueno o malo y en qué grado, trabajan con estándares de corrección. Un clavado puede ser mejor que otro, entre otras cosas debido a qué tanta agua es expulsada de la alberca en la inmersión, el grado de dificultad y la precisión de los giros. Los jueces no trabajan con criterios de identificación: se da por sentado lo que es un clavado, lo único que está en juego es la aplicación de estándares para determinar qué tan bueno es. Las competencias de este tipo son deportes de apreciación, suele decirse, no de determinación. No se juzga si lo qué hay enfrente es o no tal cosa, sino qué tan bien cumple con serlo.
Análogamente a los jueces en una competencia de clavados, solemos estar en desacuerdo con respecto a una u otra creencia moral respecto a estándares de evaluación, no con respecto a criterios. Aunque abundan excepciones, el piso de las libertades civiles permite a nuestro aparato conceptual concentrarse en establecer mediante estándares qué tanto es una acción digna de elogio, un agente es responsable o acreedor de culpa o castigo. La era de los derechos humanos ha conseguido ser mucho más fiel a los inmensos cromatismos con los que deberíamos evaluar las acciones humanas. De ordinario, ley que es confirmada por sus excepciones, nuestras intuiciones morales son certeras para determinar mediante criterios si estamos frente a una acción digna de elogio o merecedora de culpa.
La ley, por su parte, tiene un papel derivado y no protagónico con respecto a nuestras intuiciones morales. Ésta debe reflejarlas, sistematizarlas y hacerlas consistentes. Dado que esto no siempre sucede, sería un error equiparar lo legal a lo justo. Muchas veces la ley es contraria a lo que todos intuimos. Un sistema legal es más o menos adecuado con relación a qué tan bien respalde nuestras intuiciones morales. Un sistema contraintuitivo suele ser un sistema fallido. Los juristas, sin la intención de sonar peyorativo, son burócratas de nuestros conceptos morales y sus relaciones. Su trabajo es derivado: ellos no crean la justicia, la deberían obedecer y proteger. La moral tiene una base universal, pace los culturalistas, derivada de la historia evolutiva de nuestra especie. Nuestras intuiciones morales suelen ser tan intensas en algunas ocasiones debido a su carácter natural.
Partiendo de estos supuestos, debatibles pero razonables en términos generales, podemos entender el reciente e intenso malestar social que casi todas y todos hemos sentido con la sentencia emitida en Veracruz con respecto al caso de Daphne y los Porkys. Ni el Dr. Carbonell y su leguleyo lenguaje podrán convencernos que el juez construyó un argumento sólido. El juez -por la razón que sea- partió de una conclusión contraintuitiva (y ofensiva) y construyó un argumento con premisas endebles para defenderla. La sentencia es un ejemplo prístino de errores primarios de razonamiento. Pero su principal error es atentar con claridad contra una evidente intuición moral.
El papel de la aplicación de la ley, no deberíamos olvidarlo, no es construir una verdad jurídica (concepto por demás absurdo), sino respaldar los hechos y nuestras intuiciones morales. El caso de Daphne está en el extremo del unánime acuerdo moral. Nuestra indignación pocas veces podrá encontrar un caso así de justificado.