El entrevistador pregunta al físico Richard Feynman qué es eso que se siente cuando dos imanes se repelen; quiere saber qué ocurre cuando dos magnetos se atraen o se rechazan. Feynman responde con otra pregunta “qué significa qué es eso que se siente…” E insiste, “escucha mi pregunta, dime qué quieres saber”. El entrevistador se enreda y se tambalea, “es decir, qué sucede cuando dos imanes se repelen”. El físico responde “pues se repelen”. “Por qué”. Minutos después, las fricciones dan paso a una lección sobre el complejo arte de preguntar “por qué”.
Feynman usa como ejemplo el caso de la tía Ana. La tía está en el hospital. Por qué está en el hospital. Porque se rompió la cadera. Por qué se rompió la cadera. Porque resbaló en el hielo. Dependiendo del nivel de curiosidad, cada nueva respuesta satisfará o no a quien hace la pregunta. “Porque resbaló en el hielo” nos parece suficiente como explicación, pues todos sabemos que el hielo es resbaloso; pero podríamos querer saber por qué el hielo es resbaloso, y podríamos querer saber por qué se derrite cuando lo pisamos y por qué se expande el agua al congelarse y… Podemos eternamente preguntar por qué. Cada respuesta nos traslada a un marco de referencias más profundo que debe ser comprendido para que dicha respuesta resulte satisfactoria. El nivel de profundidad de lo que cuestionamos dependerá de la amplitud de nuestros propios conocimientos: la explicación de por qué alguien cayó al piso será diferente si quien pregunta es un estudiante de física o un pariente del caído.
Poco a poco las lenguas naturales han ido cediendo muchos de sus dominios a las matemáticas. George Steiner comenta que durante siglos, la cultura occidental completa fue de naturaleza verbal. Las ciencias se hacían por medio de lenguaje, las matemáticas se exponían con palabras –Los Elementos de Euclides son, a final de cuentas, una gran obra hecha de lengua-. Sin embargo, a partir del siglo XVIII, con la matematización de las ciencias, los discursos de uno y otro dominio comenzaron a ser mutuamente intraducibles. Cada vez más, la explicación en palabras de un concepto matemático es menos esclarecedora que evidentemente incorrecta. Esto no sería problema si no fuera porque el silencio verbal que ahora habita vastos territorios del conocimiento humano parece avanzar e intentar ocupar zonas reservadas casi por definición a la lengua, como la literatura o la simple conversación.
Los niños preguntan por qué, y los adultos, pacientes, responden. Cada pregunta de la cadena requiere de respuestas más profundas, cada pregunta nos lleva a marcos de referencia más interesantes. Sin embargo, la respuesta última es inexorablemente “porque sí”, pues todo adulto que responde tiene un límite de conocimientos, siempre existe un marco de referencia con respecto al cual no puede retroceder más. Feynman comenta, por ejemplo, que explicar el magnetismo en términos de ligas -“imagina que los imanes están unidos por unas ligas invisibles”- es tramposo pues cuando se quiera hablar del funcionamiento de las ligas, habrá por fuerza que remitirse al magnetismo, así que para el curioso que no sabe de Física no queda más que responderle que los imanes se repelen porque se repelen. Los imanes se repelen porque sí.
Los adultos estamos enfermos de impaciencia. Dejar de ser niños ha implicado dejar de preguntar por qué. Nuestras creencias nos satisfacen, nuestros conocimientos nos parecen inobjetables. Al parecer estamos cómodos en el contexto referencial en el que alguna vez nos detuvimos, no fuimos más lejos y no queremos ir más lejos. No nos interesan las razones que nos llevaron a elegir una religión, un partido político o un equipo de futbol. Rezamos, votamos y festejamos los goles. Nuestros diálogos son cortos, el porque sí aparece a las primeras de cambio. El Madrid es más grande que el Barcelona -y viceversa- porque sí. Soy mejor que tú porque sí. Los adultos también estamos enfermos de silencio, de un silencio terrible, ése que se viste de palabrería. Algunas ocasiones nos exigen prolongar los diálogos, nos impiden cortar de tajo, nos obligan a profundizar, a postergar el porque sí. Y entonces apelamos al silencio, respondemos con un arsenal de gestos, lugares comunes, dichos malentendidos y enunciados fáciles que sirven como sucedáneos de opiniones verdaderas, de razones nuestras.
Quizá los adultos no nos curaremos, pero los niños no tienen por qué enfermarse. Existen las vacunas. A lo largo del camino que lleva del primer cuestionamiento al decepcionante final -ningún niño queda contento cuando lo porquesíean-, los adultos contamos con una y otra y otra oportunidad para transmitir lo que sabemos. Dejemos que nos acorralen, que sus preguntas nos obliguen a saber más, a responder mejor, permitámosles llegar a las áreas interesantes del saber. Rompamos el récord de cuestiones aclaradas. Que ellos se cansen antes de preguntar que nosotros de contestar -si es que ello es posible-. Y recuperemos, a fuerza de lenguaje, el lugar privilegiado que cedimos al silencio: conversemos.