El servicio de transporte público en Aguascalientes atraviesa una profunda crisis que pone en riesgo el derecho a la movilidad de más de 300 mil personas que dependen de este servicio para desplazarse en la ciudad. Ante la decadencia y el deterioro del transporte público, nuestras autoridades enfrentan un difícil dilema: por un lado, deben asegurar un sistema de transporte eficiente y de calidad como alternativa al automóvil privado, la cual requiere infraestructura, nuevos vehículos, sistemas sofisticados y personal capacitado. Por el otro lado, deben cuidar que el costo de esa alternativa de movilidad esté al alcance de todos los usuarios. En este sentido, la administración estatal enfrenta el desafío de financiar un sistema de transporte público de excelencia, manteniendo el costo y las tarifas en un nivel accesible y aceptable para la población.
En meses recientes se generó un intenso debate acerca del costo y la calidad del servicio de transporte público de la ciudad. Por un lado, la Alianza de Transportistas Urbanos y Suburbanos de Aguascalientes (Atusa) exigió un aumento del 50 por ciento a la tarifa de autobuses urbanos para compensar oportunamente la inflación y el incremento al costo de insumos principales, como la gasolina. A través de paros parciales del servicio y amenazas de un paro total, Atusa logró que la administración estatal autorizara un aumento a la tarifa de 25 por ciento, es decir, de 6 a 7.50 pesos. Sin embargo, la alianza dejó claro que con dicho aumento no habrá modernización ni inversión en nuevos autobuses, ni mucho menos mejoras significativas en el servicio. Por su parte, como requisito mínimo para siquiera debatir un aumento adicional a la tarifa, asociaciones de usuarios del transporte público y el sector empresarial exigieron a Atusa la modernización inmediata de los autobuses, mayor cobertura del servicio, mejores tiempos y frecuencias, y mejores condiciones laborales para los choferes.
Pretender resolver qué es primero, el aumento a la tarifa o la mejora del servicio, es un falso debate que poco contribuirá a encontrar soluciones a los problemas de transporte público. ¿Por qué? Principalmente, porque el costo del transporte público -o la tarifa- está estrechamente relacionada con la calidad del servicio. En la industria de autobuses urbanos, la tarifa afecta la calidad del servicio con gran rapidez, pues los autobuses generalmente tienen una vida útil de 10 a 15 años que hace necesario reemplazarlos constantemente para mantener una flotilla adecuada para proveer el servicio. Por lo tanto, ante la ausencia de subsidios públicos y mecanismos alternativos de financiamiento, si la tarifa se establece con base en decisiones políticas y no en un sistema técnico de precios que permita generar ingresos para cubrir costos operativos, depreciación, e incrementos periódicos al costo de los insumos, difícilmente se podrá invertir para ampliar y mejorar el servicio y modernizar los autobuses.
El deterioro del transporte público puede verse como el resultado de una política de transporte diseñada para mantener bajas tarifas, con lo cual el gobierno en turno evita decisiones políticamente sensibles e impopulares. Sin embargo, la presión política por mantener tarifas bajas usualmente va en contra de la realidad económica de un sistema de transporte público, lo que da como resultado un círculo vicioso difícil de romper. Veamos. El problema empieza cuando la inflación aumenta y erosiona el valor real de las tarifas. Cuando la inflación es demasiado fuerte los gobiernos se rehúsan a aumentar las tarifas, pues una medida de ese tipo podría generar un mayor descontento social. Una vez que la calidad del servicio comienza a deteriorarse, aumentar las tarifas se vuelve aún más difícil porque cualquier aumento podría ser percibido como una recompensa para los concesionarios que están brindando un pésimo servicio. Un servicio de mala calidad hace el aumento a la tarifa aún menos popular, lo que a su vez lleva a un peor servicio que solamente fortalece la oposición pública a un aumento a la tarifa. Ante este círculo vicioso, no es de sorprenderse que el aumento a la tarifa se autorice cada cinco años o más, únicamente cuando el servicio se ha deteriorado severamente, como recientemente fue el caso en Aguascalientes.
Mantener las tarifas bajas indudablemente tiene una justificación social. Además, para asegurar los beneficios del transporte público su costo debe ser accesible para toda la población. Sin embargo, una política de transporte como la antes descrita difícilmente ayudará a mejorar el transporte público de la ciudad. Igualmente, acotar el debate a qué es primero, el aumento a la tarifa o la mejora del servicio, impedirá encontrar soluciones creativas, viables y eficaces al problema. En Aguascalientes deberíamos discutir y explorar nuevos modelos de negocio y mecanismos de financiamiento que permitan mejorar el servicio sin aumentar significativamente la tarifa. Por último, deberíamos cuestionar por qué, ante la inversión desproporcionada y los subsidios destinados al uso del automóvil privado (como mencioné en mi columna del 23 de febrero) el transporte público no recibe inversiones ni subsidios para invertir en la mejora, expansión y modernización del servicio.