Cuando me subo al metro, invariablemente, recuerdo un chiste medio pelado que todavía me hace reír mucho, dependiendo de la entonación y el entusiasmo del cuenta-chistes. Aunque se lo escuché alguna vez, es de tiempos anteriores a los de nuestro genio comédico (ajá), Eugenio Derbez, y creo que el primer registro escrito que leí de esta burrada, cuando era morrito, fue de mi edición casera, ya perdida y destruida y cómo no, de Picardía mexicana. No es lo mismo un metro de encaje negro que un negro te encaje un metro.
Ya no lo practico como antes porque vivo en una ciudad de bien y es muy difícil ponerse raspa con la gente, pero en el pasado, cuando no me iba bien y alguien tenía la gracia de preguntar, a veces el chiste era mi respuesta: me fue bien, me dieron un metro de encaje negro (lo cual, siendo sinceros, suena horrible). Claro, quizás este chiste me da más risa porque encontré la asociación con aquel otro clásico, el cual existe desde tiempos del César pero que ha mutado para acomodar mejor nuestras contemporáneas nalgas: se abre el elevador, adentro hay un negro y se llama Dante Volta. Algunos lo recordarán.
Ambos pedazos de finura tienen una pequeña raíz claustrofóbica difícil de ignorar. Someter al oyente a una penetración incómoda, la vida es la vida y te chingó, y si pudiéramos ponerle un espíritu, dios símbolo y la verdura, para redención de Trump y el white middle aged man, la vida es la espada flamígera de un negro voluptuoso.
Recordé todo esto porque después de tantos años, tuve el placer de subirme al metro, el orange limousine, en la famosísima línea verde y súbitamente, así como se muerde la madalena, a través del sabor y de los olores empecé a recordar cuando vivía como chicharrón prensado entre cientos de personas adentro de aquellos vagones. Éramos, sí, la quesadilla más grande del mundo. Señores, señoritas, perros, quimeras, payasos y elfos de luz, hombro con hombro, obedeciendo sin intervención y puntualmente las leyes físicas de la fricción. Había gente tan apretada que comenzaba quejándose, después lloraba, y al final reía, pero lo único que podía mover era el rostro, mirar al techo de un futuro anquilosado, y un loco sometido a vivir estático y de pie parece todavía más loco que uno con espacio para el histrionismo. Entonces algún cabroncillo decía: ora, para eso son pero se piden, y toda la gente reía, y enloquecía os juntos, pero padre.
El exceso de humanidad, la cual a veces miraba desbordar por los plásticos aislantes de las puertas del metro, diluyeron y suavizaron mis impresiones infantiles. De niño, para mí, el metro era una bestia mítica, un dios de posibilidades infinitas, la entrada del laberinto. Me asomaba más allá de la línea amarilla. Era impresionante ver hacia los túneles y preguntarse cuándo acabaría la negrura, y luego mirar al otro lado a la bestia con toda esa gente en su vientre. El metro nos traga, pensaba, ¿y a dónde nos lleva? La oscuridad era un viaje al pasado, o a un universo paralelo, o una trampa metafísica. Entonces viene por ti, viene por ti, hace ruidos viejos y chistosos, tururu, te aguantas la risa y te subes y ves a la gente, escudriñas sus rostros en busca de una señal: ¿Será una desgracia? ¿O un secreto maravilloso? ¿Viene Dante Volta con nosotros? Anda la máquina. El ruido, siempre, tan peculiar, de viaje sobrenatural y empiezan la velocidad y las luces.
De niño suponía que el metro me desplazaba por mundos y sus variantes. No lo creía imposible, pues somos tan ignorantes que no distinguiríamos pequeños cambios históricos, variantes chiquitas pero fundamentales. Calderón prefiere el whisky en vez de la cuba. Peña Nieto lee un libro más al año. Duarte robó un millón menos. Incluso variantes físicas como un lunar nuevo en la madre o una expresión ajena en el hermano. El truco es que sean nimiedades y obliguen el pienso: ah, nunca me había fijado. Y estas variantes que acumulan con cada viaje, claro, no son enteramente perceptibles sino que se apropian, se instalan y no hay errores. Cada boleto de metro pensaba que era un turno para desplazar a otro yo de su lugar en el mundo, mientras mi sosías, que también viajaba en el metro alterno, tomaba mi lugar. Hay una moraleja, pero le cuesta diez pesitos: en las angustias nadie gana ni siquiera en los chistes.