- Podemos no sólo imaginar mundos alternativos, sino reclamar al criminal, maldecir al político rapaz y hacer la crítica del mundo que nos rodea
¿Es posible habitar un espacio como el de la Ciudad de México? ¿Es posible crear algo desde ese lago ahogado, tapiado y convertido en una enorme metrópoli devenida en uno de los infiernos más grandes habitados por el ser humano en el siglo XXI? ¿Se puede habitar en un lugar en donde la violencia, la prepotencia, son el sino que marca las relaciones humanas? La obra del escritor Guillermo Fadanelli (Ciudad de México) ha profundizado, desde sus primeras obras, en la imposibilidad de vivir en esta región del mundo, en donde a los seres humanos sólo buscan sobrevivir al desastre permanente que es la capital de un país que se desmorona, que se cae a pedazos: Atrapados en la mediocridad, en la búsqueda de la satisfacción de los deseos más primarios, los personajes urbanos retratados a lo largo de toda la obra del escritor funcionan como reflejos de la derrota de toda una sociedad mentirosa, cruel, vil, que no ha sabido o no ha querido cuestionarse las mentiras y los mitos en las cuáles se ha cimentado en el último siglo.
Los personajes de la más reciente novela de Guillermo Fadanelli Al final del periférico (Literatura Random House, 2017) son unos adolescentes que habitan una colonia de clase media setentera a medio construir justo en el sur de la ciudad, en el punto en donde el periférico de la ciudad terminaba abruptamente, para volver a empezar, un lugar adonde esos jóvenes, hijos de burócratas, de empresarios, de profesionistas y que estudiaban en colegios privados. Estos jóvenes, que ya enseñaban brotes antisociales, son los mejores amigos del personaje principal, Guillermo, quien también nos deja ver su pasión por la mentira, por las palabras que podrían disparar planes completamente disparatados, que sin embargo sus jóvenes amigos seguían al pie de la letra para encontrase de frente sólo con el fracaso. Porque tal como nos ha mostrado el autor a lo largo de su obra, el fracaso y la mediocridad son el punto de partida para entender, para comprender, para soportar esta realidad que habitamos.
Guillermo Fadanelli es autor de, entre otros libros, de las novelas como Clarissa ya tiene un muerto (2000), Lodo (Premio Colima, 2002), Educar a los topos (2006), y es dueño de una prosa afilada por la ironía, por la acidez y platicamos con él recientemente sobre su más reciente novela.
Javier Moro Hernández (JMH): La adolescencia es esa etapa que parece definir nuestra personalidad, pero que tal vez no defina nada. Tu novela parece decirnos que nuestros vicios y nuestras posibles virtudes como hombres están presentes. No somos mejores que cuando éramos jóvenes, por ejemplo.
Guillermo Fadanelli (GF): El niño y el anciano tienen ya edad para morirse, aunque la experiencia nos dice que los viejos morirán primero. Pareciera ser que en mi novela se asoma la sociología, pero no es así. Describo a seres humanos de cierta edad y una época dorada o mítica en la vida de un escritor; pero la maldad carece de edad porque es constitución humana: crueldad y juego; destrucción y creación. Conforme crecemos morimos y la muerte nos acerca también al nacimiento y al origen. Los vicios existen para ser realizados, no porque los aprendamos a cierta edad o porque nuestra cultura nos haya pervertido. Vicios y virtudes están realizados porque tienen realidad en el horizonte hacia el que avanzamos. Los adolescentes de mi novela no representan ningún futuro: son el futuro. Por lo demás, como sociedad no hemos avanzado, aunque ciertas regiones humanas (geográficas y subjetivas) sean más evolucionadas o civilizadas que otras.
JMH: Pareciera que el hecho de ser jóvenes, hijos de familias de esa clase media, nos exenta de responsabilidades. Pienso por ejemplo en el personaje del exmilitar que los jóvenes protagonistas de la novela apodan El Asesino. Un tipo que pasa por detestable por asesinar a un perro callejero, sin embargo, los hechos, algunas de las acciones de estos jóvenes, no son mucho mejor que la de este hombre.
GF: Sí, estos niños son criminales, aunque no tengan conciencia de serlo. Hacen daño y se convierten en seres nocivos para sus vecinos. Esto lo experimentamos todos los días en la vida cotidiana; el vecino que nos hace pasar una mala vida porque es un animal aún no amansado por la educación, una lacra o un analfabeta que impone sus pasiones primarias sobre la convivencia y el diálogo. Mis personajes no hacen travesuras, son pequeños criminales entrenándose para madurar y hacer un daño todavía mayor. Hay en las páginas de Al final del periférico, una atmósfera de inocencia fallida, de juventud podrida, pero también de risa socarrona. Yo me reía mucho mientras la escribía; trataba de no pensarla, sólo realizarla y permitir que la voluntad más legítima se expresara. No hay drama en esta obra, y sí espejo humano e hilaridad nerviosa. Valió la pena escribirla justo porque no es una teoría y si el retrato de mi adolescencia y la de mis queridos y criminales amigos.
JMH: Otro de los elementos que me llamó la atención de la novela fue esta conciencia que tiene el protagonista del barrio de dónde venía y el barrio en el que está viviendo ahora. ¿Podríamos decir que eso es una incipiente conciencia de clase o en realidad es una extrañeza ante el cambio que el destino le deparó al pasar de un barrio a una colonia que se pretende de clase media?
GF: Ambas cosas. El niño sabe que se ha mudado a un mundo en apariencia distinto, al menos en la cultura palpable a su alrededor y en la economía. Ha accedido a la incipiente burguesía, pero en la novela no se narra tal suceso como la toma de conciencia de la clase social y sí como un nuevo universo para poblar y vivir la aventura. Se llega a otra clase social, pero sobre todo a otra tierra. El protagonista se intimida ante formas nuevas -o supuestamente más refinadas- de vida y entonces su imaginación responde creando situaciones extremas, elucubrando fechorías y viviendo la aventura que propone un mundo más extraño. Sin embargo, el adolescente y personaje de la novela se adapta perfectamente porque la clase social no influye tanto en él como la abocación o inclinación a darle vida a los vicios y a la paradoja. Los niños -como en una novela de Ballard- desean asesinar a sus padres burgueses por condenarlos a la felicidad (a cierta clase de felicidad).
JMH: Parece que hay un elemento de conciencia sobre lo social y lo económico que cruza la novela, cuando nos cuentas cuál es el espíritu que impulsa al padre del protagonista de cambiar de lugar de residencia hacia esa colonia a medio construir al final del periférico: mejorar, subir en la escala social. Idea que me parece funciona como una metáfora brutal sobre la realidad de este país que se quedó a la mitad de su utopía política y social, algo que la década de los setenta nos dejó muy claro.
GF: El que tiene éxito se parece mucho al que fracasa, ambos poseen la misma consistencia, aunque sean de distinto signo. Cuando yo me he declarado públicamente, como escritor, columnista o simple hablante de la comunidad como un perfecto y redondo cero a la izquierda, o como alguien que aspira a la mediocridad con tal de no causar daño, intento hacer relevante mi intención de desaparecer; borrarme del mapa para de ese modo hacerles bien a los otros. Pese a que quise a mi padre y lo admiré por su esfuerzo para progresar -yo tuve educación gracias a ese esfuerzo-, no dejo de pensar que el progreso social en México es imposible, es un ardid cómico y una perpetua puesta en escena. El lema político del presidente Echeverría que estuvo en el cargo de 1970 a 1976 era “Arriba y adelante.” Es evidente que en todo caso hemos marchado “Hacia atrás y hacia abajo”; mi novela está plagada de ese tipo de metáforas, desde el niño que lanza la piedra que tomará su propio y azaroso rumbo -Spinoza, Schopenhauer, etc…- hasta el camino que nunca se termina porque la vida común (lo es en México) es en general interrupción, alas cortadas, demagogia barata y promesa incumplida. No es mal momento para ser novelista, aunque no existan hoy en día lectores.
JMH: Al final del periférico me recuerda a esa idea del no-lugar presente en el arte y en la filosofía. Un lugar que está, que existe, que funciona como un reflejo de algo más grande, de un fracaso mayor, pero que al mismo tiempo no existe. Y sí existe en realidad no importa. ¿Podríamos decir que es la idea de esta colonia es la de una fantasía condenada al fracaso?
GF: El final de aquel periférico que culminaba en Cuemanco existía de forma concreta y también como metáfora de un no lugar, de una utopía apartada, marginal y concentrada en sí misma. El que tiene éxito en esta sociedad empobrecida y algo salvaje es un fracasado a priori. Al menos como integrante de su comunidad o de una circunstancia en común con otras personas. Pero tienes razón, este no lugar existe también en la imaginación de quien escribe, es un relato de mi pasado, una autobiografía que sólo puede tener lugar como mentira subjetiva. Yo continuó allí, al final de un periférico incompleto, en el seno de una metáfora fracasada (el país en los años setentas, como el de hoy en la actualidad), allí me encuentro en compañía de mis grandes amigos: un refugio en el que la arcadia social es mera palabrería. Allí vivo; ahora, por supuesto, ya no existo. Dejé de vivir hace muchos años.
JMH: ¿Crees que la mediocridad es el sino de esta época aparentemente llena de oportunidades?
GF: Los personajes tienen rasgos distintos entre sí; se nota en sus perversiones, en sus obsesiones y en el temperamento de su imaginación; son idiotas diferentes, o pequeños genios de la mediocridad y la crueldad común. Gerardo Balderas, el pitcher y adonis de la pandilla tiene, por ejemplo, ciertos rasgos de filósofo callejero cuando diserta sobre las piedras, el azar y el cambio. Hay algo de héroe clásico de la melancolía en él. Sin embargo, preferí escribir una novela que pudiera leerse sencillamente, una especie de diario frugal que al mismo tiempo contuviera reflexiones si no ocultas, al menos sí disimuladas. Huí de la pedantería y del experimento del lenguaje (como si algo así pudiera ser posible; nosotros no experimentamos con el lenguaje, sino que el lenguaje lo hace con nosotros).
JMH: ¿Cuál crees que sea el papel de la literatura en estos momentos que corren, que vivimos?
GF: La literatura, como pensaba a Rorty, es muy útil en un carácter específico: estimula el progreso moral de la sociedad de lectores. Doctorow, por su parte, nos dijo algún día que la literatura ayudaba a distribuir el sufrimiento entre los seres humanos. Yo creo que la literatura de ficción es una buena mentira -una mentira verdadera– y que le da vida a la imaginación y a la crítica a partir del lenguaje; podemos no sólo imaginar mundos alternativos, sino reclamar al criminal, maldecir al político rapaz y hacer la crítica del mundo que nos rodea. La hacemos con buenas palabras, no con gestos y rencor escondido. Sin embargo, esto ya no es posible. La población está entretenida en el espectáculo barato, en la aburrida tecnología y en la ansiedad del consumo de las cosas inútiles. Adiós.
JMH: ¿Sientes que abordas de una manera diferente las historias que nos cuentas? ¿Hay diferencias entre el Guillermo de tus obras de principio de siglo y el de esta última novela?
GF: En esta novela fui raudo y me convertí en una especie de túnel o tránsito entre la memoria que guardo de aquella época y el que soy ahora. La sencillez fue premeditada. No había manera de narrar una historia así si no volvías a la simpleza maléfica de aquellos niños que supuestamente representaban el progreso y el futuro. La vida de los suburbios, de la periferia, no podía revelarse como sociología, sino como vivencia y voluntad, no como reflexión evidente ni tampoco como filosofía explícita. Escribir esta novela fue viajar en un tren a alta velocidad donde el paisaje pasa velozmente frente a ti y tú permaneces quieto, inmóvil en la eternidad.