Recuerdo que, cuando niño, el primer libro que leí, el cual todavía conservo desgastado por los años, fue uno editado por José López Portillo, entonces presidente de la República que llevaba por título simplemente Juárez, con una escueta dedicatoria “a la niñez mexicana”. La particularidad de este libelo era que estaba escrito por uno de los más emblemáticos escritores, historiadores, periodistas, dramaturgos y ensayistas que nos ha dado el sur del país, y que ha pasado a la historia por su magnífica obra Canek, me refiero a Ermilo Abreu Gómez, e ilustrado con dibujos de niños mexicanos que, quizá, oscilaban entre los 5 y los 10 años de edad.
Esta magnífica coincidencia de un prominente escritor, los dibujos característicos de la niñez y la historia oficial de un héroe de la república, provocaban que el libro, dividido en capítulos muy pequeños, pudiera ser leído, releído, ojeado y hojeado, para revivir en las páginas cada uno de los hechos sobresalientes del pastorcito de Guelatao, desde su nacimiento y familia, su paso por la ciudad de Oaxaca, sus estudios y primeros trabajos, sus esponsales y prole, y la más gloriosa hazaña del indito que se convirtió en presidente, y que además soportó como pocos la guerra invasora y produjo todo un periodo histórico conocido como la reforma.
A lo largo de la vida, no he podido desprenderme de aquel librito y sus enseñanzas. Cómo la historia oficial nos ha hecho, en algunos casos, divinizar a las personas, al grado de que el panteón mexicano, lleno de héroes derrotados, tiene en su principal figura al sobrino de Bernardino, aquel que no sabía español sino hasta entrada la niñez, que hizo estudios seculares para después tomar sana distancia de la iglesia, aquel para cuya definición última de la paz es el respeto al derecho ajeno.
Como ningún otro miembro de esa morada de dioses-hombres que van conformando la historia, es fiesta nacional su nacimiento. Nada más y nada menos es el que se pone-al-tú-por-tú con las potencias extranjeras, el salvador de la república que, cuando la ve perdida al sube a un carruaje y lleva como único equipaje al Poder Ejecutivo hasta Paso del Norte (naturalmente hoy llamada Ciudad Juárez).
Su figura es obligada en los textos históricos de la enseñanza primaria, es ejemplo de superación, es hablar español sin renegar del zapoteco. No solo abogado, sino el primer abogado reconocido por la corte de justicia de Oaxaca, masón, político. Fue regidor del Ayuntamiento, ministro suplente e interino de la corte de justicia, diputado local, juez civil y vocal suplente de la junta electoral, todo esto en su estado natal.
Para 1847 es diputado federal y luego gobernador interino. Cuando Santa Anna se hace del poder es apresado y encerrado en San Juan de Ulúa y luego desterrado a Cuba. Al triunfo de los liberales del 57 forma parte del gobierno como ministro de Justicia e Instrucción Pública, donde su mayor logro fue la supresión de tribunales especiales militares y eclesiásticos para dejar exclusivamente la jurisdicción civil, antecedente de lo que se conocería después como la separación Iglesia-Estado.
Juárez llega a ser presidente tras el autogolpe de Estado de Ignacio Comonfort en 1858. Siendo una época convulsa y no aceptado como presidente por todas las facciones, viaja a Guanajuato y Guadalajara, Cuba y Nueva Orleans, en un gobierno itinerante que se prolonga hasta el imperio de Maximiliano y restaura la república entrando triunfalmente a la ciudad capital por el paseo que con el tiempo tomará el nombre de “De la Reforma” y convoca a elecciones en 1868 a las cuales se presenta y gana, reinstalándose en la presidencia con todo su gabinete. Para 1871, a pesar de los problemas de salud que le aquejan, vuelve a presentarse a las elecciones.
En esa elección son sus adversarios uno de los miembros de su gabinete, Sebastián Lerdo de Tejada, quien se cree con derecho de ocupar la silla presidencial. No es el único: un joven general se rebela ante esta situación y utiliza la bandera de la no-reelección para atacar al presidente. Oaxaqueño también, este general tendrá su parte en la historia unos años después y curiosamente será derrotado con posterioridad por quienes enarbolaron el mismo lábaro. Hablamos de Porfirio Díaz.
Juárez obtiene el triunfo, con visos de fraude electoral que la historia oficial minimiza o de plano oculta, y el joven Díaz se rebela al gobierno con el Plan de La Noria, y cuando parecía arreciar una nueva guerra fratricida, en julio de 1872 muere el presidente en Palacio Nacional.
Ninguno como él, la historia de Juárez es producto de la historia oficial y aquella que no se cuenta. En su propósito de brindar estabilidad al país es capaz de faltar al principio de no reelección, o bien es causa de su afán desmedido de poder. Cualquiera que sea la razón la leyenda dice que el danzón Juárez tiene letra y en ella consigna: “Si Juárez no hubiera muerto, todavía viviría” en una pícara interpretación de que si no ha sido por la angina de pecho, Juárez aún despacharía en palacio.
No obstante, el tiempo le ha hecho lo que el viento a Juárez, que en su naturaleza de hombre mortal, ha trascendido a la historia como indio, estudioso, abogado, político, presidente de la república, prócer y héroe. Larga vida a Juárez, el inmortal.
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