Persuadid al pueblo de que le rendís devoción no como un hombre hábil frente a su interés, ni aún como un hombre honrado ante su deber, sino como un amante a su dama, como un fiel súbdito a su rey
Manual del demagogo, Raoul Frary, 1884
En la reciente convención bancaria las élites reafirmaron su alianza para conjurar cualquier intento que afecte su preeminencia. El lema de su reunión resume el temor al fantasma que los invade: liberalismo vs populismo. Y ahí coincidieron en denunciar, según nota de La Jornada (23 de marzo), “Las posiciones dogmáticas amparadas en el populismo, que pugnan por soluciones aparentemente fáciles, pero que en realidad cierran espacios de libertad y participación, ya que “su avance pone en riesgo los ‘valores que defiende el liberalismo’”.
Pretenden atrincherar al actual sistema económico en estos “tiempos de incertidumbre”, ya que “los paradigmas políticos y económicos que han estado vigentes durante varias décadas son ahora objeto de reservas y cuestionamientos”. Según eso, el populismo que satanizan busca “restablecer modelos de otros tiempos, esquemas que quedaron agotados y que no nos permitirán promover el crecimiento y el bienestar que todos queremos”.
Conviene hacer precisiones. El Diccionario de Política (ED. S. XXI, 1982) aclara que populismo no es una doctrina precisa sino un “síndrome”, y lo define como “aquellas fórmulas políticas por las cuales el pueblo, considerado como conjunto social homogéneo y como depositario exclusivo de valores políticos positivos, específicos y permanentes, es fuente principal de inspiración y objeto constante de referencia”. Además, “excluye la lucha de clases: es fundamentalmente conciliativo y espera transformar al establishment; raramente es revolucionario”. Se propone como “una ideología divergente y competitiva del socialismo, no complementaria”. Respecto al populismo latinoamericano, señala que se trató, en el pasado, de “fenómenos” surgidos por la “transición entre una economía predominantemente agrícola a una industrial”, y se manifiestan como “movimientos nacional-populares”.
Marcos Roitman (La Jornada, enero 22, 2017), indica que “su definición se le atribuye al revolucionario ruso Alexander Herzen (1812-1870)… Al populismo latinoamericano se le reconoce por su ideología nacionalista, cierto antiimperialismo, un discurso obrerista, un marcado tinte anticomunista y ser un fenómeno urbano. Fue la opción de evitar el triunfo de las revoluciones populares durante la crisis de los años 30 y posterior a la Segunda Guerra Mundial”.
Javier Lascuráin apunta que “durante un tiempo, la palabra populista sirvió para bautizar a diversos movimientos políticos que subrayaban así su identificación o defensa de los intereses del pueblo. En ese contexto y con ese sentido, ser populista no sólo no era algo negativo, sino más bien un rasgo positivo del que hacer gala en el discurso político”. (“De qué hablamos cuando hablamos de populismo” (Fundéu BBVA) /diciembre 30 2016). Pero hoy en día, pregunta, “¿es el populismo simplemente la defensa de los intereses del pueblo? ¿Es una doctrina política que pretende incorporar a la vida política a las masas populares frente a las élites? ¿O es cualquier modo de hacer política, con independencia de la ideología que la sustente, en la que solo cuenta atraerse a los ciudadanos con apelaciones emocionales y propuestas simplistas?” Y concluye: “populismo y populista se están convirtiendo en voces que califican más que definen, que se lanzan como armas arrojadizas a uno y otro lado del espectro político”.
Esto último cabe destacar: tirios y troyanos. Además de populismos de izquierda o progresistas, (términos sujetos a debate: ¿qué significan exactamente hoy en día ante el deterioro de la democracia representativa-liberal, la dispersión ciudadana y la cuasi nulificación de la lucha de clases?), hay versiones de populismo reaccionario como Trump o Le Pen. Su antecedente, el nazismo y el fascismo fueron la reacción de la derecha europea ante el bolchevismo y la crisis mundial del capitalismo liberal. En ese sentido, el neoliberalismo es populismo de derecha. Paradójicamente, un populismo antipopular, que va contra el pueblo, que trata de impedir cualquier cambio económico y político de contenido social apegado a los derechos humanos, ya no digamos revolucionario.
Así, la cuestión no es acerca del populismo sino de demagogia, de ideologías, de discursos que pretenden engañar mediante el halago, las fantasías de “soluciones fáciles y rápidas”, pero también mienten al imponer sacrificios permanentes en la oferta de un mañana mejor que nunca llega.
Es la fraseología que achaca los males que padece el pueblo al “populismo moderno” convertido en adjetivo peyorativo, sin admitir que precisamente el liberalismo que pregonan luego de 30 años ni remotamente ha aportado “el crecimiento y el bienestar que todos queremos”, sino, por el contrario, ha significado mayor exclusión, pobreza, enajenación de la independencia, inseguridad social y pública, así como debilitamiento de la democracia.
Hay que distinguir claramente el liberalismo económico del político, portador éste de las libertades humanas y los derechos civiles, valores que todos compartimos. Pero ¿es posible hablar de valores del neoliberalismo económico? ¿Valores de depredación social y humana? ¿Es legítimo utilizar las virtudes de aquél para encubrir los vicios de éste?
Desde luego es anacrónico regresar al pasado de economía cerrada, el problema realmente no es la apertura económica sino la incapacidad para defender el interés del país ante el acoso externo. Tampoco cabe ya seguir con el neoliberalismo, capitalismo salvaje del siglo 19 con tecnologías del siglo 21. La pregunta es ¿qué sigue? Tal vez innovar el papel del Estado y de la democracia con un nuevo paradigma de desarrollo con justicia social, el cual deberá instrumentarse globalmente conforme a la dialéctica del sistema mundo, ya que de otro modo no será posible su plena realización en cada país aislado. Tal vez regionalmente como en América Latina y El Caribe.