Muchas veces la muerte es inoportuna. En un momento en que la intolerancia se consagra como política de Estado, la ignorancia como certificado de autenticidad, el narcisismo exacerbado como signo de salud mental, y el nacionalismo vuelve a ser, como observó Samuel Johnson, el último refugio de los canallas, en breve, cuando los bárbaros al fin han llegado y sin pudor ni mala conciencia retoman su carta de ciudadanía, el fallecimiento de Tzvetan Todorov no puede ser más inoportuno.
Todorov nació en 1939 en Sofía, Bulgaria. Un año y un lugar donde todo era posible menos evadir los sobresaltos de, primero, la segunda guerra mundial y, enseguida, las rigideces y empeños mesiánicos de un comunismo recién instaurado bajo la sombra del montañés del Kremlin. Y si bien, durante la guerra Bulgaria no sufrió el mismo grado de destrucción y violencia que, digamos, Alemania, Polonia, Yugoslavia y otras naciones vecinas, ni el comunismo búlgaro, aunque con los mismos ánimos totalitarios, no fue tan cruento y despiadado como el soviético, los 24 años que Todorov vivió en su patria antes de emigrar a Francia en 1963, fueron decisivos para él de varias formas.
En particular de esa experiencia aprendería a reconocer de primera mano las características políticas, sociales y económicas del universo totalitario y, sobre todo, el modo en que este universo se vuelve contra la integridad, psicología y moral, de los individuos. En la indagación de estos aspectos que Todorov extrae dos de las grandes lecciones del Siglo XX: la revalorización del individuo como centro de las preocupaciones que debe tenerse en cualquier sociedad y la reivindicación de la moral pública como un elemento de resistencia no sólo ante el totalitarismo, sino también ante los diversos rostros de la injusticia: la opresión social y política, la desigualdad, la discriminación.
Pero la indagación de Todorov no se detuvo en la experiencia totalitaria de Europa del Este y la Unión Soviética. Su mirada fue más amplia tanto histórica como geográfica y temáticamente. Y lo mismo examinó las consecuencias humanistas del encuentro entre América y Europa, que las atrocidades del nazismo, la contemporaneidad de los valores de la Ilustración como el grave sinsentido del terrorismo, los puntos ciegos del neoliberalismo y los malestares de la democracia, el significado diverso de la vida social y la preeminencia del individuo y, last but not least, el extraordinario efecto civilizador del arte, en especial la literatura y la pintura, en la sensibilidad moral de las personas y sociedades.
No sorprende por ello que las heroínas y héroes de los siglos XX y XXI sobre los que Todorov escribió con gran admiración sean, por un lado, personas de “dramático destino y lucidez impecable que siguieron creyendo, a pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre” y, por el otro, artistas como Rembrandt, Goya, los pintores flamencos del Renacimiento, el escultor Georges Jeanclos.
En unos y otros, Todorov encontró la ayuda y lucidez necesaria para “no desesperar”, para seguir diciendo NO a cualquier tipo de sometimiento, pero también para evitar las tentaciones del odio, la violencia, el fanatismo y la ignorancia. Nos toca ahora a nosotros encontrar en el ejemplo y obra de Todorov esa misma ayuda e inspiración.