La música estaba a un volumen medio, todos conversaban y la alberca ofrecía un momento idóneo de descanso ante semanas caóticas. Entonces, alguien sugirió comprobar alguna de las clases de física de bachillerato: tratar de comunicarse bajo el agua y corroborar que fuera de ella no habría emisión de sonidos. De esa forma encontré el placer de gritar, sentir la tensión de la garganta y la presión en la quijada hasta quedar sin aliento; algo que necesitamos aprender, al menos simbólicamente, para evitar la contención que termina por explotar de forma trágica, que consume el interior, pero también reorientar aquellos otros gritos que replican humanos que han sido instruidos en sistemas de violencia.
Durante la infancia fui educado bajo preceptos morales tradicionalistas que caían en el silencio: por una parte la curiosidad pausada y pautada por los mayores, las dudas sobre la carne y el deseo bajo llave, y por otro lado el callar las ideas del porqué, siendo varón, no buscar la defensa en los puños, la risa en los insultos o la diversión en lo arriesgado. Como otras tantas niñas y niños, aprendí que el poder expresarse es algo juzgado y otras veces hasta castigado. No fue hasta la secundaria, cuando Guadalupe, una amiga a la cual amo como una hermana, a pesar de que nuestra convivencia sea intermitente, me adiestró en el arte de la libertad, de manifestarse, hacerse patente, vivir y defenderse no sólo de los demás, sino también de los boicots de sí mismo.
Para algunas personas, el placer de gritar ha sido menoscabado hasta el punto de enmudecer la voz de la defensa y la denuncia, ya sea por ser parte de una minoría cuantitativa o de una políticamente minimizada: las mujeres han aprendido históricamente a callar, lo cual es reforzado por múltiples sistemas que les hace dudar, sentir miedo o vergüenza de hablar; la disidencia sexual ha sido orillada a buscar una doble vida o actuar de día como la contraparte que amedrenta; la clase obrera ha aceptado lo mínimo ante una serie de plataformas que la precariza día a día. Necesitamos resignificar el grito, considerarlo como algo más que un sonido que nace del estómago, de la víscera, pues exclamar de manera encausada puede hacer eco y reorientar las formas de convivencia para construir un ambiente más congruente, sincero y armónico.
Algunos han asimilado la idea de gritar de manera tan mecánica a un punto casi vomitivo, por lo que las exclamaciones se han transformado en un acto sistemático tan recurrente que caen en el sinsentido. Ya sea en voz alta, con eufemismos, entre dientes o de manera ecuánime y soberbia, este tipo de gritos han constreñido escenarios que atemorizan, que deben ser combatidos por sus homólogos argumentativos.
Por otra parte, también se ha impedido a las niñas y niños el poder expresarse, debido a prejuicios o porque los adultos se sienten vulnerables al no saber cómo responder a ciertos cuestionamientos, olvidando que la infancia es una etapa de desarrollo en la cual es necesario brindar orientación en vez del ocultamiento que, posteriormente, puede generar reacciones adversas. Después del trágico suceso en un colegio de Monterrey ha emergido una cacería contra el acceso de menores de edad a medios sociales, y aunque diferentes organizaciones civiles y actores han propugnado por una educación mediática acorde a la actualidad, el culpar a las tecnologías funciona como un chivo expiatorio para evitar reconocer la necesidad de una sociedad que escuche, dispuesta al diálogo y a la alteridad; lo cual no sólo debe exigirse a los padres de familia, sino a cada una de las personas que no permitimos grito de la crítica, de la melancolía, del hartazgo o de la euforia.
Los gritos son relacionados con la incapacidad de conciliar, son considerados un mecanismo para evitar escuchar a los demás y a sí mismo, pero en ocasiones verbalizan otros fenómenos, necesidades y problemáticas que al no ser escuchadas requieren manifestarse de forma exponencial. En México se le ha permitido gritar a los que buscan cercenar el clamor de quienes desean construir una familia como los demás, se les ha abierto los micrófonos a quienes argumentando paz y unidad niegan las penas de sus votantes, se ha permitido la justificación pública de la violencia feminicida, se le ha permitido a los de siempre, a los que tienen más, ocultar el dolor de quienes sólo pueden esperar buena voluntad por parte de la justicia. Necesitamos aprender a gritar y gritar con causa.
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