No tienes consciencia de tus últimas palabras hasta que has perdido a alguien. Y quién sabe. Quizás recuerdes lo último que te dijeron, quizás lo último que tú dijiste. Un tiempecito y piensas que no importa: las palabras son un barco que ha zarpado a un mar ajeno. El barco se sumerge en la niebla y navega hacia uno de tantos inframundos. Ojalá tu despedida abrupta y espontánea haya servido de algo, puede que llegue a oídos del jefe (EL JEFAZO) y él nos haga un paro cuando sea nuestra hora (qué insoportable pensar que somos una nimiedad, un fragmento mínimo de esta proyección).
Entonces pierdes más gente, y más, y no sólo se convierte en una posibilidad cotidiana, la muerte es una realidad posible, pero también te haces consciente de la responsabilidad de tus piensos y cómo esos intercambios pueden ser la culminación de dos vidas.
Mientras salía a correr en estos días, pensé en las últimas palabras de algunos de los míos. Una amiga enferma de cáncer. Me dijo que podía preguntar todo lo que quisiera, que era hora de decirnos algunas netas. Yo tenía 23 o 24 años. Ella tenía más de 40. Pregunté sobre el temor a morir, sobre las relaciones amorosas, sobre la fidelidad y la aceptación. También pregunté sobre sus hijos y su familia, y me dijo que todo estaba listo. Como un regalo, la armonía de la vida es percibir cuánto tiempo resta antes de escuchar otra música. Diferentes personas para diferentes necesidades. Eso me dijo ella. Lo murmuro ocasionalmente antes de obligar a mis amigos a querer lo mismo que yo, o leer lo mismo que yo, o desear lo mismo que yo. También, creo, por esas palabras he entendido mejor que somos muchas personas en una. Fuerzas que constantemente están luchando por obtener el control de nuestro saco de piel.
Casi diez años después, mi exjefa, también luchando contra el cáncer, abrió una conversación de Facebook conmigo. Agustín, Agustín, quiero pedirte algo, Agustín. Vi esas tres líneas unos minutos y el cursor de mi teclado. Hablamos algunas veces antes. Ella estaba muy optimista con respecto a la quimioterapia y las cirugías. En sus fotos no la miraba débil. Justo como la conocí, pero sin cabello, sin su largo cabello negro. Agustín, Agustín, quiero pedirte algo, Agustín. Necesito un favor. Cuéntame, qué necesitas. El silencio me sirvió para recordar: largas noches sin dormir, dos cajetillas de cigarros, un litro de café, alguien dice vamos por un fifián y ella dice nada, nomás raya los videos para indicar dónde van los cortes, mejores actuaciones para que nos compren estos maniquíes vivos, y yo ya me quería dormir, dormir. Un favor, Agustín. Supongo que estás ocupado, Agustín. Y no dijo más. Yo saludé, pero ya no respondió. Me pregunto si alguna vez habrá leído que estaba ahí, esperándola, necesitando saber cómo podía ayudarla. Todavía estoy esperando a que me lo diga.
Claro, en últimas palabras siempre hago referencia al tuit de un amigo: “Si me muero de esto, regreso a jalarles las patas, cabrones”. Una operación muy sencilla que se complicó. Así pasa, lotería de las chingonas o de las culeras. Quién iba a pensar que él tendría el privilegio de irse así, con la ironía en uno de los puntos más altos. Leía su tuit a menudo, fascinado, hasta que decidí abandonarlo porque era demasiado mórbido (¿yo? ¿abandonar al muerto?). Me despedí en silencio y dejé de seguirlo en redes sociales. Después, no sé, me arrepentí y quise leerlo una vez más. Quizás soñé que me jaló las patas. Pero alguien tuvo el buen juicio de restringir sus cuentas y tuve que cumplir mi promesa. Desde entonces no he podido asomar la cabeza al otro mundo.
Las últimas palabras son una ruleta, un tarot para los aventureros. Nadie sabe cuáles serán; puedes creer que estás bromeando o en los últimos minutos, puedes ofrecer una lección de vida que, afortunadamente, ya no podrá decepcionarte con una conclusión distinta o una ironía. Las últimas palabras pueden ser una pregunta que no obtendrá respuesta, son ese muro de niebla que uno atraviesa y no queda nadie para girar el reloj de arena. ¿Será?