Nuestra Constitución a cien años / Memoria de espejos rotos - LJA Aguascalientes
22/11/2024

…Y sin embargo sigues

unida a mi existencia.

Y si vivo cien años,

cien años pienso en ti…

Cien años – Rubén Fuentes Gassón

 

El próximo domingo nuestro país debería estar de fiesta. La ley mayor que nos cohesiona como nación, emanada de la guerra civil a la que -por la tradición del bronce y la monografía- le decimos Revolución mexicana, cumple su primer centenario. La Constitución de 1917 fue la resulta de toda la presión social acumulada no sólo desde el porfiriato, sino desde décadas atrás, con el incumplimiento cabal de las Leyes de Reforma, de la ley de 1857, con la repulsa a las “Siete Leyes”, con el inoperante y ficticio pacto federal, y -en suma- con una realidad social que estalló en varios frentes a partir de 1910.

Es pertinente recordar cuáles fueron esos frentes porque -a cien años- parece que no aprendimos mucho. El Estado mexicano se configuró jurídicamente a partir de cuatro grandes movimientos sociales que, inicialmente, no estaban articulados, y que ni siquiera la Convención Revolucionaria de 1914 pudo amalgamar completamente. Estos movimientos fueron: 1.- El agrarista, que pedía reparto justo de tierras, abolición de los latifundios, respeto por las formas de organización comunitaria en el campo, etcétera, y que fue representado tanto por Doroteo Arango como por Emiliano Zapata. 2.- El político-electoral, que básicamente demandaba la no reelección y la instauración efectiva de la democracia, luego del largo periodo en el poder que tenían los “científicos” comandados por Porfirio Díaz, y que encabezaba Francisco Ignacio Madero. 3.- El de los derechos para la clase obrera que, influenciados por las corrientes derivadas de Marx, representaban los hermanos Flores Magón. 4.- El movimiento posterior que -no sin sangre- intentó conjuntar a los anteriores para plasmarlos en un marco jurídico, tuvo su figura representativa en Venustiano Carranza. Gracias a la presión social acumulada en estos movimientos, fue que tuvimos -hace cien años- una constitución de avanzada que, por un lado, consagraba las garantías individuales con un corte evidentemente social y, por otro, diseccionaba el funcionamiento del Estado.

Sin embargo, la historia patria ha evolucionado, y ese tránsito ha sido cifrado en nuestra ley mayor. Como si de un movimiento pendular se tratara, nuestra ley tuvo cambios importantes hacia la izquierda del espectro ideológico con Lázaro Cárdenas, quien -por ejemplo- nacionalizó bienes y medios de producción, y volvió socialista el artículo 3, para de ahí balancearse lentamente a la derecha del espectro y llegar a un extremo con Carlos Salinas, quien desmanteló las empresas estatales, desarticuló el ejido, y atentó contra la laicidad del Estado, en pos de insertar a México en “la modernidad”. Mucho se ha dicho, con más tradición del mito oral que con conocimiento cabal de los artículos de la Constitución, que nuestra ley es ejemplar y que su fallo radica en la aplicación. En parte puede ser cierto; no obstante, a cien años nos hemos alejado de la realidad nacional que vivió el Constituyente de 1917. El país que vivimos tiene retos que los congresistas de hace una centuria ni siquiera podrían imaginar.


La nación arde y en mucho se debe a los mismos conflictos sociales que motivaron la erección de nuestra ley actual, a saber: la distribución de la riqueza es un tema que no se ha resuelto en cien años, la acumulación del poder adquisitivo se concentra en unos pocos y los índices de pobreza no se abaten, al contrario, se ensanchan, propiciando toda suerte de males sociales; el tema educativo representa un sólido fracaso nacional, la educación que imparte el Estado no abarca con calidad a todos los estratos poblacionales y está secuestrada por un sindicato indolente que ve más por sus privilegios gremiales que por el desarrollo nacional, en detrimento directo de su propio pueblo al mermarle el pensamiento crítico y la exigencia intelectual; la corrupción de la clase política actual no le pide nada al contexto atroz en el que se publicaba El Hijo del Ahuizote, de hecho -con ejemplos tan impresentables como Duarte, Padrés, la Casa Blanca y demás vergüenzas- le supera en descaro y degradación moral a lo que padecíamos hace cien años; la violencia pública -cuyo monopolio legítimo debería corresponder sólo al Estado- ha rebasado por mucha la capacidad de la autoridad, igualándonos a las condiciones de país en guerra civil y, a los años, ha erosionado la institucionalidad y credibilidad social en el ejército; aparejado a lo anterior, los derechos consagrados en los primeros 29 artículos de la constitución no se cumplen cabalmente en la totalidad de la extensión territorial del país, ya sea por omisión, o por acción deliberada de la autoridad, o porque -simplemente- ésta ha sido rebasada; el campo se ha depauperado y padecemos una grave dependencia hacia las importaciones, el agro mexicano ni es competitivo ni se le ha fomentado efectivamente, en detrimento de los pequeños propietarios, y en beneficio de los grandes acumuladores, muchas veces extranjeros; en suma, cien años de ley no han bastado para distinguirnos mucho de aquel contexto caótico de principios del Siglo XX.

Como si no bastara, en la actualidad nuestro país se enfrenta a nuevos retos que se abonan a los añejos retos irresueltos: la posición de México en la globalización es de indefensión y vulnerabilidad, tanto económica como política, acentuada por la nueva configuración del poder en EU y la incapacidad del gobierno para tender puentes provechosos con otras naciones; el papel transnacional del crimen nos obliga a replantear los mecanismos, ya no para castigarlo, sino para evitar su florecimiento y arraigo en la cultura popular; la migración (tanto de entrada como de salida) ha sido un fenómeno que se volvió problema por no haber sabido manejarlo; los derechos “digitales” en una sociedad sustentada ampliamente en el manejo de la información, con las cuitas que esto implica; y en general todos los aspectos del fenómeno social que no se prefiguraron en 1917 y que ahora debemos resolver.

Luego de una centuria, de más de 200 modificaciones, de los debates sobre si necesitamos una nueva constitución o no, de la erosión ideológica de la base original de la ley, del desconocimiento generalizado que tiene la población sobre sus derechos y obligaciones, de la necesidad de una nueva concepción de nación acorde con las nuevas realidades locales y globales, somos un pueblo que puede enumerar al libro legal de 1917 en la lista de obras que todo mundo dice conocer, pero que en realidad pocos han leído. Visto así, nuestra constitución está en la clasificación del Quijote, de la Biblia, de los volúmenes que se apoltronan en un estante para el ostento. Esto tiene un costo, y no nos decidimos a pagarlo.
[email protected] | @_alan_santacruz | /alan.santacruz.9


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