Como es bien sabido, el 12 de febrero hubo una convocatoria ciudadana para hacer valer el respeto a México frente a la amenaza Trump que ya es una realidad para nuestro país y cuyas consecuencias aún no estamos viendo en todo su alcance. Aquí en Aguascalientes la asociación a la que pertenezco También es Nuestra Causa (Tanuc A.C.) fundada originalmente para acompañar a los padres de la joven asesinada en 2012 Andrea Nohemí Chávez Galván, se sumó al llamado de instituciones académicas (UNAM, CIDE, Colmex, Ibero, entre otras) y asociaciones no gubernamentales en los términos planteados bajo la denominación Vibra México; es decir un llamado ciudadano que planteaba asimismo una exigencia al gobierno mexicano en cuanto a estar a la altura de las circunstancias y poner orden en casa en términos de respuestas convincentes en materia de freno a la corrupción, impunidad y desigualdad. Cabe señalar que el llamado Vibra México (María Elena Morera/ María Amparo Casar) fue distinto del planteado por Isabel Miranda de Wallace (México Unido) quien lo acuñó en términos de unidad con el Gobierno Federal (EPN) dada el tamaño de la amenaza.
Como quiera que haya sido las marchas, si bien se realizaron, no tuvieron gran respuesta ni allá ni aquí. Los matices no fueron captados y ciertamente el problema puede estar tanto en los emisores como en el mensaje mismo, eso sin hablar de la hostilidad con la que fue recibida y comentada (allá y aquí) por quienes consideran que las movilizaciones son patrimonio suyo.
Antes de entrar en materia de la tensión y contradicciones subyacentes que influyeron en el resultado y a las reflexiones a lo que ello obliga, resulta inevitable contestar a dos de las críticas más burdas que han circulado en medios locales que, más allá de la mala fe, expresan de igual forma malentendidos que seguramente no son privativos de quienes los externaron. El primer señalamiento es que no fue una marcha apartidista y apolítica si en ella fueron avistados dos o tres exfuncionarios de administraciones pasadas. No está de más señalar que a la marcha también asistió alguien de algo denominado Movimiento Comunista Mexicano del que ni siquiera sabíamos de su existencia. Con todo y tratarse de una marcha de alrededor de 200 personas, esto deja bien en claro que no por ello dejó de ser un llamamiento plural. Pero aquí el malentendido es que las movilizaciones ciudadanas deben practicar una especie de apartheid político y adoptar una suerte de mojigatería de la pureza antes de atreverse a hacer cualquier cosa. Parece que una convocatoria ciudadana está obligada a no ver en primer plano la ciudadanía de quienes a ella responden. A lo anterior se añade la confusión de hacer sinónimos los términos apartidista y apolítico. Se es apartidista cuando se actúa bajo la convicción de que hay momentos que ameritan actuar por encima de las parcialidades (partidos) pero, lo que nunca se puede ser una vez que se sale a la plaza pública y se adopta una posición, es ser apolítico. Justamente el punto es que la política no sea propiedad privada de gobierno y partidos; cuando las facciones son insuficientes, lerdas o miopes la ciudadanía también debe entrar a la palestra, eso sí, sin reclamar partidas presupuestales.
La otra crítica burda es que fue una marcha de la derecha que deliberadamente olvida que el problema de México no es Donald Trump sino Enrique Peña Nieto. Las marchas de la derecha como la de Pro Familia del otoño pasado tienen un aspecto, recursos y mecanismos muy distintos. El 12 de febrero no se vio nada de los recursos ni de la derecha ni la del gobierno. Con todo que acudan a estos llamados empresarios y sindicalistas, lo mismo que católicos de Pedro el Ermitaño y jacobinos de la era terciaria (como diría López Velarde) nos parece magnífico, porque una vez más, es un momento en que lo que importa es su ciudadanía. Pero el punto del argumento es Peña, no Trump no sólo es falaz al plantearse como disyuntivas, sino que ingenua y parroquialmente da por sentado que en el momento en el que está entrando México y el mundo siempre seremos nosotros los que determinamos las prioridades. Hay en esto una incomprensión esencial del fenómeno Trump y del momento detrás de él, en parte porque este país vio los toros detrás de la barrera cuando sucedió el ascenso del fascismo en Europa y sus consecuencias. La identidad política del twittero anaranjado se forjó contra la idea misma de lo mexicano y de México y define su éxito en la medida en que lo humille. El fascismo tiende a escalar: habrá un momento en que incluso la idea del muro y las deportaciones le parecerá insuficiente. Quienes dicen que la prioridad es saldar cuentas con Peña ¿consideran remoto que Trump llegue a enviar tropas a ciudades fronterizas y/o puertos mexicanos so pretexto de que México no controla el flujo de drogas y crimen? En ese caso qué van a decir ¿Qué caiga el Gobierno Federal y luego veremos? ¿Nos dirán señores no se engañen: el gasolinazo es el punto de la agenda del día? ¿Vislumbran alguna razón por la que otro gobierno no enfrente las mismas disyuntivas? ¿En qué sentido exactamente deponer a Peña (más allá de que lo merezca) nos quita de encima la amenaza Trump? En 1939-40 fueron invadidas por igual la conservadora Polonia y la progresista Francia del Frente Popular (esta última, por cierto, profundamente dividida políticamente). Se podrá de estar de acuerdo o no con Enrique Krauze, pero su observación de que la mentalidad facciosa mexicana no ha madurado desde la guerra de 1846-47 no parece un abuso de historiador.
De hecho, todo indica que el gobierno de Enrique Peña Nieto comparte esta misma miopía parroquial en cuanto a que el daño a México se limitará al TLC, deportaciones y muro: que en el fondo se puede hacer una negociación al estilo Atlacomulco de control de daños. Burócratas formados con mentalidad de secretarios particulares, siempre arropados y apadrinados, la visión, y el conocimiento de la historia nunca serán su fuerte. Después de todo la discreción y la secrecía son la única metodología que conocen y, para mentalidades así, nada incomoda más que la ciudadanía aparezca como variable en la ecuación.
Desde luego, críticos más inteligentes hacen notar que lo que importaba en la convocatoria no eran sus intenciones, sino que lo que de ella se desprende o concluye: si se necesita unidad, es inevitable pensar ésta en torno del gobierno en turno. Es una crítica válida y esa tensión evitó que sumaran como en teoría debieron haber sumado las marchas; esa misma inquietud estaba presente al interior de las organizaciones, la nuestra incluida. Lo cierto es que no hay unidad a la hora de definir eso de la unidad y tal ambigüedad se tradujo en una especie de ruido blanco que ahogó la señal.
A mi modo de ver esa es la lección aprendida. En esta fase lo que se requiere es una definición de unidad ciudadana que toca, aunque no es idéntica al nacionalismo tradicional. No lo es no solo porque el nacionalismo en la práctica se traduce en un apoyo incondicional al Estado por parte de la ciudadanía, sino también porque no podemos darnos el lujo de plantear la situación como un enfrentamiento entre dos naciones. Sería suicida. Además sabemos bien que Trump ganó la presidencia por voto colegiado, no por voto popular y desde luego no podemos pasar por alto las movilizaciones del 21 de enero en varias ciudades de Estados Unidos después que tomara posesión, mismas que no tuvieron una sola respuesta solidaria en México. En ese sentido la marcha del 12 de febrero no sólo nos la debíamos a nosotros mismos los mexicanos, sino al amplio espectro de la ciudadanía asociaciones y medios en Estados Unidos que se oponen a Trump. Y, dado que sus convocatorias son plurales, si queremos conectar con ellos las nuestras también deben honrar ese valor de lo civil y lo diverso. A final de cuentas sociedad, instituciones y medios en Estados Unidos en oposición a Trump serán cruciales para contenerlo. Que no se nos olvide el papel que jugaron activistas y opinión pública norteamericana para frenar la Guerra de Vietnam hace casi cincuenta años. El espíritu cívico nuestro debe estar en consonancia y dispuesto a trascender fronteras.
Hay otro sentido en el que la unidad debiera plantearse en México. Yo diría que como unidad intraciudadana: una solidaridad básica entre nosotros. Si bien el reconocimiento de conflictos de intereses y posiciones es consustancial a la sociedad moderna, escalarlos sin límites frente al gobierno, por ejemplo, implica también tarde o temprano ir arrollando a otros segmentos de la sociedad en el camino. La escalada hacia arriba termina tornándose en conflictos laterales sin distinguir una dimensión de la otra, germinando en una mentalidad de guerra civil. La unidad intraciudadana es también instinto de supervivencia ante un escenario que está modificándose radicalmente día a día. Tampoco podemos olvidar que en la historia de México guerra civil e intervención extranjera han ido de la mano. No se puede renunciar el derecho al conflicto, pero la forma del mismo sí importan hoy más que nunca: por eso la ciudadanía plural tiene que dar respuestas que no pueden dar las facciones ni las identidades ideológicas estructuradas, tan seguras en sus posiciones como incapaces de detectar que algo ha cambiado.
Desde luego perspectivas así no son fáciles de transmitir. Hay quien dice (Antonio Espino, Letras Libres) que Vibra México debió apelar más a lo emotivo y explicarse menos a sí mismo. El quedarse a medio camino entre el exhorto y un pliego petitorio políticamente correcto hizo que México no vibrara el pasado domingo. A su vez otros dicen que lo emotivo y cantar el himno rayan en lo ridículo si no es que una de sus ilustraciones más concretas de la inagotable cursilería del mexicano. Y es que no hay que descartar una posible existencia sin actos simbólicos. Sin duda quedarse el domingo frente al televisor será la opción menos expuesta y más efectiva para crear una ilusión de seguridad; decirnos entre pausas comerciales que Trump es un problema del gobierno y que todo terminará regresando como es debido a su cauce, mientras se busca en donde embarrar la grasa de nachos impregnada en los dedos.