Es imposible negar la problemática de la muerte autoinfligida en Aguascalientes y se debe reconocer que hablar públicamente del tema ha permitido evidenciar la necesidad de desarrollar proyectos integrales que traten de comprender este fenómeno para brindar apoyo a personas con ideación suicida, pero el trato que se ha dado a la exposición de los casos es preocupante pues, en vez de procurar la sensibilización de la población ante estos lamentables sucesos, parece banalizarse la tribulación de los sujetos, lo cual impide vislumbrar uno de los elementos que son urgentes para nuestra sociedad: la resiliencia.
El suicidio implica un alto nivel de autodeterminación por lo que su posible causa no puede ser reducida a un sólo acto; pero cuando se expone alguno de los sucesos en múltiples espacios se hace referencia a la última confrontación con la familia, la última riña de pareja, al más reciente reproche a los padres, a la deuda económica más actual, a la notificación de embargo, a la pérdida del trabajo, como si se tratasen de las razones de inmolación, venganza o de un sinsentido, reduciendo la experiencia trágica de un ser humano a un único momento que es empleado para distanciarnos de una amarga realidad más cercana de lo que creemos, y en el peor de los casos, para ufanarse de los privilegios materiales, sociales, culturales e incluso -me atrevo a escribir- psicológicos que se ostentan frente a la narrativa o la imagen de un cuerpo ya inerte.
La banalización de la muerte y la tragedia es un signo de alerta para una sociedad que, a través de sus integrantes o instituciones, manifieste estar preocupada por dichas cuestiones, ya que termina por naturalizar el dolor y los vacíos, agotando el interés de emprender acciones que eviten más pérdidas. Por ejemplo, diversas muertes violentas de mujeres son aceptadas y publicadas como suicidios, aunque se encuentra evidencia de que en realidad fueron feminicidios; como aquellos casos en que la supuesta muerte autoinfligida se da por asfixia en la cama. Nos hemos acostumbrado tanto al suicidio que dejamos de pensar en posibilidades, se deja de investigar, se asume el testimonio de una única persona sin reservas; y si aún con los pies al alcance del suelo, con la capacidad de erguirse y desistir se desarrollan estos sucesos, con tan sólo el cordón atacado a la cabecera, entonces verdaderamente debemos inquietarnos.
Pero esto no debe ser interpretado como un llamado al alarmismo, sino a ocuparnos de las asignaturas pendientes, de verse a sí mismo y a los demás como seres humanos, que a lo largo de su existencia atraviesan y experimentarán vicisitudes de diferente índole, que requerirán de la capacidad para sobrepasar esos periodos problemáticos, de la llamada resiliencia, la cual debe ser fomentada a edades tempranas y promovida por cada una de nosotras y nosotros; lo que también implica el reconocer el duelo de la familia de un suicida, evitar la economía del morbo y priorizar la concientización ante una problemática que tanto parecía acecharnos y que terminó por convertirse en un integrante más de la cotidianeidad, de lo transitorio.
El considerar las emociones para el abordaje de problemáticas transversales, amplias y complejas en una sociedad en la cual hemos preponderado a la razón fría y rígida, en vez del pensamiento reflexivo, creativo y sensitivo, parece en ocasiones algo banal, como si hablar del amor, la melancolía, la tristeza, la aprehensión, la obsesión, la seducción e incluso el deseo, fuese algo tan ofensivo para un andamiaje construido sobre lo cuantitativo, lo biológico, los efecto físicos de causa y efecto, olvidando la capacidad de abstracción del ser humano que, aunque nos permite crear conceptos tan útiles como el triángulo, inexistente como tal en el mundo material, también permite una multiplicidad de perspectivas, interpretaciones y generar sentidos… incluso sobre lo insuperable, lo abrumador, aquello que nos puede ofuscar, y por lo que algunos pueden optar por finalizar de manera precoz su existencia.
El suicidio no debe ser confundido con el derecho a la muerte digna, tampoco como la llamada “puerta falsa” a un simple suceso o problemática, debemos de reconocer su complejidad, que así como las desigualdades económicas y sociales, algunos cuentan con mayores recursos para superar las adversidades, mientras otros se encuentran en rezago y necesitan de acciones colectivas para fortalecer sus recursos emocionales que les permita identificar alternativas.
Más allá del llamado suicidio anómico, por falta de normas, debemos reconocer el fatalismo existente y el hastío. Si nos preocupa el suicidio, si le llamamos problema, si lo adjudicamos a un espacio particular, es ofensivo decir que la fuerza para superar vicisitudes le compete únicamente a un individuo, pues tenemos un problema de salud mental y público.
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