El locus classicus lo encontramos en La República de Platón: la democracia no es una forma adecuada de gobernar, en tanto deja el gobierno en manos de personas (el pueblo) sin la preparación necesaria para hacerlo. En otras palabras: ¿cómo se puede confiar en los gobiernos democráticos para que consigan el conocimiento político necesario para gobernar cuando ellos delegan su autoridad en personas que carecen en absoluto de dicho conocimiento? Éste es el problema de la adecuación democrática.
Que este problema parezca intratable se deriva en gran parte del fracaso en apreciar el carácter social del conocimiento político. Acercarse a este problema desde un punto de vista social no lo soluciona, pero cambia nuestra comprensión de sus desafíos distintivos y abre la puerta a una gama de soluciones prometedoras.
La conclusión de los argumentos tradicionales en favor de la democracia -particularmente, el que esgrimió John Stuart Mill en el tercer capítulo de sus Consideraciones sobre el gobierno representativo– señalaba que el pueblo, cuando se le otorgan las atribuciones de gobierno, está más motivado para servir a sus propios intereses que a los de una élite inevitablemente egoísta y aristocrática. No obstante, los defensores de la aristocracia han emprendido distintos ataques: para ellos, la intención y la motivación para poner en práctica el conocimiento son inútiles sin la capacidad para adquirirlo en primer lugar, además el interés público es difícil de discernir y el hombre común es propenso a tener errores y percepciones equivocadas. Adicionalmente -señalan- es difícil ver cómo la masa de ciudadanos podría encontrar el tiempo suficiente y la energía necesaria para los complejos asuntos gubernamentales, considerando las demandas contrapuestas de sus proyectos personales y responsabilidades.
Frente a las críticas aristocráticas, muchos teóricos de la democracia han apelado al viejo teorema de Condorcet: si cada miembro de un jurado tiene más probabilidades de estar en lo correcto que estar equivocado; entonces, también la mayoría del jurado tiene más probabilidades de estar en lo correcto que estar equivocada; y la probabilidad de que el resultado correcto esté apoyado por la mayoría del jurado es una función que incrementa rápidamente a partir del tamaño del jurado. Este teorema, adaptado para cubrir casos de votación plural entre múltiples opciones, nos lleva a creer que -mientras una población sea de tamaño significativo, se vote de manera individual y no estratégica, y en promedio sea más probable que se escoja la opción correcta que cualquier otra opción presentada- la población casi siempre escogerá correctamente. Sin embargo, el teorema deja abierta la cuestión de cuáles opciones de hecho aparecen en la agenda de votación. Ya que la opción “correcta” puede no estar en la agenda, sólo garantiza que una población escogerá la mejor opción disponible, no que escogerá la correcta, incluso una buena. La democracia, así, sigue sufriendo de un problema de adecuación.
Si deseamos defender a la democracia como un método adecuado para tomar decisiones colectivamente -y como una forma de gobierno adecuada- debemos ser capaces de explicar cómo procedimientos practicables que pueden ser propiamente descritos como democráticos pueden aislar un puñado manejable de opciones políticas eficaces entre el conjunto infinito de aquellas posibles.
Nos hemos equivocado en nuestra comprensión de los rasgos distintivos de la democracia. Para Michael Feuerstein, dado que los resultados de la votación sólo pueden ser tan buenos como lo sea la gama de opciones disponibles, es la etapa de establecimiento de las opciones la que soporta una parte muy importante de la carga de la democracia. La tendencia de muchos de los observadores de concentrarse en el día de las elecciones como el momento distintivo de la vida democrática, y en el votar como el acto fundamental del ciudadano democrático, ha oscurecido este punto esencial. Cuando uno considera la frecuencia con la cual los ciudadanos son forzados a escoger entre opciones que son bastante poco atractivas, el resultado de Condorcet comienza a parecer mucho menos apasionante y seguramente mucho menos plausible como una respuesta al problema de la adecuación democrática.
Quizá uno de los problemas consista en determinar qué es el conocimiento político, ese conocimiento que permite gobernar bien. A lo primero que nos enfrentamos es a que este conocimiento es claramente heterogéneo: tiene que ver con las tuercas y los tornillos de las facetas administrativas del gobierno; con el conocimiento general de las diversas ciencias, teorías y prácticas que entran en las actividades características del gobierno (educación, epidemiología, economía, etc.); con el conocimiento altamente especializado del modo en que las políticas en estos dominios variados afectarán la vida de la ciudadanía; con el conocimiento sobre las creencias de la ciudadanía acerca de cómo una política particular puede afectar su vida, sin importar la verdad de dichas creencias; y con el conocimiento moral, al menos el de los principios generales de la justicia.
En el contexto político actual nos enfrentamos con tres circunstancias cruciales que tienen que ver con el reto distintivo de la política considerada desde un punto de vista social. Estas son las circunstancias:
- En porciones discretas, los fragmentos y cúmulos de conocimiento están abundantemente disponibles en principio, aunque no completamente. Los seres humanos son ahora asombrosamente competentes a través de un rango enorme de dominios especializados, tanto prácticos como teóricos, que figuran de manera central en el trabajo gubernamental.
- Pero, al mismo tiempo, enfrentamos serias limitaciones en nuestra habilidad de reunir dicho conocimiento al nivel del individuo que toma decisiones. Es difícil producir ciudadanos que sean competentes al momento de examinar todo el conocimiento pertinente para la toma de una decisión política, tanto por sus limitaciones, como por sus deficiencias endémicas en cuestiones morales y educativas.
- A pesar de ello, la acción política parece requerir un tipo de nivel ejecutivo de toma de decisiones en algún grado sustancial.
Así, el reto consiste, desde un punto de vista propiamente social, en adecuar los métodos disponibles de organización social para aprovechar la abundancia de conocimiento fragmentado, en un modo en el que preserve para los ciudadanos el papel de supervisión ejecutiva, mientras que se cumplen las restricciones de agrupación del conocimiento.
Educar a la ciudadanía en y para la democracia carece de sentido si no ordenamos el conocimiento político que está fragmentado y distribuido en toda la población. Cada ciudadana y ciudadano debe tener participación política pero no la misma ni del mismo tipo. Esto dependerá del papel de su conocimiento en la comunidad.
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