Esta semana, fuera del contexto nacional de mayor urgencia mediática, el Congreso se alista para la discusión sobre el papel de las fuerzas armadas en el combate a la delincuencia organizada (principalmente) y sobre las facultades y las obligaciones que serán previstas cuando se pretenda justificar tales intervenciones.
Es escandaloso, una verdadera tragedia nacional, que ante la inoperancia de nuestras instituciones, prácticamente de todas, el Ejército haya tenido que cobrar la triste relevancia de la que goza hoy en día.
A mi parecer es aún más triste, o debería serlo, que tal situación hubiese llegado sin un marco legal adecuado que ante la tan opaca falta de legalidad en el acto de militarizar al país el expresidente Felipe Calderón goce aún de alguna dádiva política.
Las distintas propuestas sobre la ley de seguridad interior, lo que pretenden es reglamentar las facultades del presidente para comandar a las fuerzas armadas al interior de la República. Tienen como propósito establecer criterios, que hoy no existen, y que permitirán definir los alcances del ejecutivo al momento de ordenarle al ejército encararse con civiles.
Es un disfraz de legalidad para un fallido intento de pacificación que le ha costado al país la vida de decenas de miles de nuestros familiares, amigos y conocidos -desproporcionadamente afectando a hombres pobres de municipios rurales o áreas urbanas marginadas- y cientos de millones de pesos del erario.
La noción de que el ejército ha cumplido siempre con este papel y que por ende es justificable legalizar aquello que intuitivamente, en el vacío, no debería serlo es un miserable intento por salvaguardar el legado de violencia de la nefasta “guerra contra el narco”.
En su columna de opinión, tan elocuentemente titulada: Un barniz de legalidad a costa de la Constitución (El Universal, 10/1/17), Catalina Pérez Correa hace en pocas líneas un gran resumen de lo que está en juego. “De aprobarse, se trataría de una ley inconstitucional que busca darle la vuelta a una prohibición constitucional explícita: que los cuerpos militares no realicen labores de seguridad pública. Un barniz de legalidad para permitir lo prohibido. Olvidan también que los miembros del Ejército no están entrenados para ser policías, peritos o fiscales. Están preparados para combatir y eliminar un enemigo, una lógica muy ajena a la que rige las funciones de seguridad pública y ciudadana”.
Si sólo se tratase de un asunto de legalidad como algunos senadores o diputados han pretendido demostrar, entonces el debate sobre el papel de las fuerzas armadas en la seguridad interior poco debería tener en cuenta los argumentos a favor del pragmatismo con el cual hemos dejado al Ejército irrumpir vida pública a lo largo de nuestro país.
La legalidad les importa poco a estos hipócritas. Así como importa poco cuando no se cumple en el caso del salario mínimo o en el acceso a la salud, a una vivienda digna entre otras tantas. Es digno de llamar la atención como las formas y el discurso de un sector particularmente despreciable de la política nacional puede mutar con tal rapidez que parece pasar inadvertido como ignoran selectivamente los horrores que sus errores desatan en el proceso.
Decir que la situación reclama al Ejército en las calles y que ante la realidad se puede y debe doblar la constitución o la legalidad es un disparate del alcance del “vengo a aprender” del nuevo canciller o del “¿Qué harían ustedes?” de la lánguida administración en turno.
El Ejército es al crimen lo que el “informal” que vende fuera del metro es a la economía de nuestro país. Es curioso que ninguno pidió estar en la situación en la que se encuentran y que sobre uno en particular, la derecha clasemediera pretenciosa tiene una opinión bastante crítica fundada por una exigencia incansable de la legalidad sobre el otro no tiene problema a pesar de las consecuencias nefastas en la vida de miles de sus connacionales.
No reconocer que son los errores del pasado -como la necesidad esquizoide de criminalizar todas las drogas- lo que ha ayudado a pavimentar el camino que nos ha llevado a la situación tan delicada es una falta de respeto a la dolida sociedad a la que los senadores y diputados supuestamente representan.
Ser incapaces de reconocer que es necesario cambiar la forma en la que se combate al crimen organizado, atendiendo aquello que lo origina y lo fomenta, es una señal de magna estupidez o de suma ignorancia que francamente ya no es resultado de las diferencias políticas sino de la obstinación de algunos cretinos por defender la violencia generalizada como el nuevo normal.
Los miles de desaparecidos, las decenas de miles de muertos, las incontables violaciones de derechos humanos y sobre todo, aquellas tragedias tan personales que se viven solo en privado (generalmente en el México menos favorecido) merecen ser resueltas, las víctimas el máximo respeto. Legalizar lo cotidiano, normalizar la presencia del Ejército en la calle es un reconocimiento tácito de que aquello que puso en marcha Calderón y ha perpetrado Peña es lo correcto cuando no la “única opción”.
@JOSE_S1ERRA