Una de las partes más débiles del gobierno de Peña Nieto es sin duda su absoluta incapacidad para generar claridad y empatía a través de su comunicación social. Reiteradamente hemos asistido a pifias que no solamente no aclaran los tópicos que pretenden, sino que enredan más y generan una mayor animadversión. Hace tiempo que el presidente pudo darse cuenta que sus asesores no son brillantes -aunque es cierto que él necesitaría ser más brillante para notarlo-. Fue desde aquella lejana FIL del 2012 que nos dimos cuenta que la disciplina y el orden de su equipo eran un mito: no sólo no prepararon el tema obvio en una visita a la feria de libro más importante del país, sino que además él se enredó en un tono que parecía más mentira que humilde confesión. Vino el escándalo de la casa blanca y la respuesta fue un video de su esposa, la primera dama, que en tono regañón nos reclamaba que no comprendiéramos que con su sueldo como actriz pudo comprar una casa de cerca de 80 millones de pesos. Vino también un infame spot que hizo eco incluso en las editoriales gringas: “Ya chole con sus quejas”. Vino la conferencia de un tema extremadamente sensible donde Murillo Karam soltó el “ya me cansé”. Vino la Reforma Educativa que nunca pudo ser explicada como lo que verdaderamente era: una Reforma Laboral para trabajadores de la educación. Vino el desatino de Trump, el gravísimo recibimiento de un solo candidato presidencial sin la confirmación de Clinton, el trato como mandatario a quien en ese momento se encontraba atrás en las preferencias electorales. Vino el regreso de quien orquestó esa visita y la salida de la canciller que ni siquiera estaba en el país en aquella catástrofe. Vino -entre esos y otros desatinos- el “¿qué hubieran hecho ustedes?”.
Y ¿qué hubiéramos hecho nosotros? Ante esa retórica pregunta, diversos actores políticos y miembros de la sociedad civil han dado respuesta. Algunas de ellas bastante obvias, lo que determina la terrible ineficiencia del equipo presidencial: ¿qué tal un recorte histórico, verdaderamente agresivo a las prestaciones y prebendas de la clase política? ¿qué tal vender el también infame avión presidencial? ¿qué tal sencillamente haber establecido una estrategia de comunicación más eficiente sobre el ajuste de precios? ¿qué tal preparar una infraestructura de transporte -oleoductos y carreteras- que verdaderamente permitan una distribución que logre competencia? ¿qué tal anunciar todas las medidas y hacerlas visibles para liberar el precio fuera de un monopolio? -lo cual es contradictorio por donde se vea- ¿qué tal explicar, con pesos y centavos, cómo se redistribuirá ese impacto? ¿qué tal lanzar conjuntamente una suerte de subsidio cruzado para permitir que la gasolina quede protegida para quienes más lo necesitan?: transportistas, productores, distribuidores de canasta básica. ¿Qué tal haber demostrado en los últimos años con hechos lo importante de la nueva recaudación producto de la reforma hacendaria? ¿qué tal no haber dicho hace un par de años que la gasolina no seguiría subiendo?
Muchas son las opciones que se nos pueden ocurrir. Casi todas de sentido común, de previsión mínima de escenarios. Creo que ciudadanas y ciudadanos podríamos recibir una nueva política, por más agresiva que parezca, siempre y cuando en el pasado se nos hubiera demostrado que estas medidas se establecen en función de mejorar nuestra condición de vida, que tenemos mejor transporte público, mejores carreteras, mejor educación, mejor seguridad, mejor salud. Recibimos en cambio la idea del endurecimiento de las políticas federales: apretemos a los maestros, apretamos la recaudación, subir un 10% los salarios y un 20% la gasolina no suena justo para nadie. Más aún: ¿cómo podemos entender quienes no somos economistas que los años anteriores hayamos debido nuestra crisis a que el petróleo estaba más barato que nunca y hoy debamos el incremento de las gasolinas a que el último año -por fin- subió? Considero que es absoluta responsabilidad del gobierno explicarnos de manera didáctica todo ello. Apuesto que hasta el momento no hay ninguna consecuencia de las reformas que sea palpable como ventaja para el común de la población. Aún si lo fuera, es también responsabilidad del gobierno explicarlo y no habernos hecho creer con absoluta displicencia que los efectos de mejora serían inmediatos cuando Peña Nieto estaba presumiendo cuando andaba en el saving Mexico.
Sin embargo, hay otra pregunta que debería calarnos hondo: no ¿qué hubiéramos hecho?, sino -de hecho- ¿qué hicimos? Votamos (quiero decir la mayoría de las y los mexicanos) hace 4 años por el regreso del partido que significó por más de 70 años la “dictadura perfecta”. Votamos por razones tan triviales como que el presidente estaba “guapo” y sin importar los datos de violencia y corrupción que se ligaban con él en el Estado de México. Ahora, lo más grave: tenemos un país lastimado por la acumulación de afrentas. Porque habría que ser muy miope para pensar que el descontento social lo debemos a la gasolina. Es sólo el combustible que parece por fin encender el ánimo que acumulaba dolores y reclamos. Y entonces, ante la crisis, se toman las calles, se reclama el alza, se critican las formas. Y comenzamos a hablar de unos cuantos brotes de violencia. Los saqueos terminaron siendo el tema de la semana. La paranoia contra nosotros mismos. El reclamo inmediato a lo que somos. El idiota cuestionamiento sobre si nos merecemos o no la libertad de expresión. ¿Qué hicimos? Encontramos la manera de culparnos entre ciudadanos, de decir que por eso no podemos reclamar. De apresurar el juicio contra un efecto y no contra la causa. Lo sostengo: no hay nada que pueda justificar esa violencia, pero hay demasiadas cosas que la explican.
Magnificamos la posibilidad de una revuelta porque secretamente parece emocionarnos. Alimentamos la paranoia colectiva. Dejamos a un lado el diálogo para apostar por los memes. Compartimos información sin verificarla. Reproducimos el chisme. Y al final, atacamos con insultos clasistas, construimos conspiraciones, nos centramos en un tema tangencial (en forma, no en fondo) para lo que está pasando. Estamos verdaderamente hartos de la forma en que se nos está gobernando. Estamos hartos de una clase política que lleva años privilegiándose a sí misma. Estamos hartos de que las pérdidas se socialicen y las ganancias se individualicen en una camarilla oligárquica. Tenemos que entender que esto es el origen de esta animadversión y violencia injustificables. Que el camino correcto siempre será hacer valer nuestra democracia: elegir racionalmente la próxima vez que entremos en una casilla.
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