Para mis amigos de Aguascalientes.
No conocí a mi abuelo; murió en 1934, veintitrés años antes de que yo naciera, pero ello no fue impedimento para que este pasado fin de semana estuviese con él, evocándolo y averiguando de su vida, pues mi papá poco nos hablaba de él; así nos lo explicaba: “me faltó padre” y todo porque él y sus otros siete hermanos, quedaron huérfanos cuando mi papá, que era el penúltimo de todos ellos, tenía ocho años. Apenas si tenía recuerdos de él, o al menos eso nos decía, y solo nos contó alguna que otra peripecia de ese abuelo que se perdía en la lejanía del tiempo, la que se abreviaba de vez en vez, cuando al visitar la ciudad de Aguascalientes, lo acompañábamos al panteón de Los Ángeles a visitar una tumba abandonada y que florecía con los ramos que nosotros le depositábamos en esas esporádicas ocasiones.
Pero este fin de semana, y perdón por la repetición, encontré a mi abuelo y estuve con él, conociéndolo e indagando sobre su vida; sucedió de manera prodigiosa: unos días atrás, mis hermanos y yo revisábamos y limpiábamos la biblioteca de mi papá para que estuviese en dignas condiciones para ser donada a la Facultad de Pedagogía de la Universidad Panamericana, la Bonaterra de allá de Aguascalientes, precisamente en su tierra natal, donde recibirá un merecido homenaje post mortem: el que sus libros se conserven y sean de utilidad para formación de maestros, lo que fue la misión y pasión de su existencia. Así, con esa intención, emprendimos la tarea y en uno de los muchos libreros, en el más arrinconado de todos, en la tabla de más difícil acceso, hallamos algunos libros que no eran ni de filosofía, ni de pedagogía ni de sicología ni de literatura ni de nada por el estilo: era una sección más o menos escondida, polvosa por la evidente falta de uso, en la que mi papá reunió algunas piezas selectas, elegidas con un criterio muy personal: eran libros de su familia. Algunos eran de carácter religioso y por la anotación manuscrita en ellos se deducía que pertenecían a mi abuela, María Nava; otros más, empastados y puestos en una caja especial, eran las tesis de los hermanos Villalpando Nava, que mi papá reunió, con esos trabajos recepcionales suyos y de sus hermanos -los que hicieron carrera profesional-; otros, pocos en realidad, eran de historia de Aguascalientes.
Pero en el más profundo recoveco de esa parte, hasta el final casi inalcanzable por la apretujada disposición de ese librero, mi hermana Marilupe encontró dos libros más todavía; de pequeño formato, ambos de antigüedad manifiesta y entre ellos, como separándolos -o más bien, uniéndolos- una amarillenta y vieja hoja de papel doblada a la mitad con un texto escrito en máquina de escribir de esas de antaño. Llamó mi atención su hallazgo y de inmediato quisimos saber de qué trataba: el papel contenía una denuncia que el diputado Adalberto Villalpando hacía del conocimiento del público en la que acusaba “públicamente a José María Elizalde como autor intelectual del asesinato” de un senador, y cuyo párrafo final era dramático: “no importa que mañana se me asesine a mí; a nadie temo y participo que mi domicilio es en la calle de Morelos número 59; moriré con la satisfacción de haber desenmascarado a un asesino vulgar como lo es José María Elizalde”. Impresionados con su lectura, les dije a mis hermanos que yo recordaba algo que me había platicado mi papá hacía muchos años acerca de que mi abuelo se había enfrentado al gobernador de su Estado y que lo habían perseguido pero, o yo no me acordaba de los detalles, o bien mi papá no me dijo nada más.
Los dos libritos entre los que estaba intermedia la hoja de papel, resultaron muy interesantes: uno de ellos, escrito por Pedro de Alba, ese eminente médico, educador y político aguascalentense, versaba sobre Fray Bartolomé de las Casas, libro impreso en 1924 y que está dedicado “al Estado de Aguascalientes”, contenía en su portadilla un párrafo manuscrito: “A don Adalberto Villalpando, diputado al Congreso del Estado, testimonio de amistad y compañerismo, muy cordialmente, en Aguascalientes, enero de 1925”, con la firma autógrafa del autor. El otro, de unos años antes, 1917, escrito por Domingo Cirici Ventalló, se titulaba La tragedia del diputado Anfrúns, y contenía igualmente en la portadilla una anotación de puño y letra de mi abuelo: “Recuerdo de mi persecución política. 25 de septiembre de 1924; azotea de la calle Porfirio Díaz. Adalberto Villalpando”, que permitía deducir que había tenido que esconderse y que en ese forzado retiro, en su escondrijo, leyó ese librito para pasar el tiempo.
No había nada más, ningún otro libro, pero lo encontrado fue suficiente para despertar la inquietud y el hambre de saber más de mi abuelo; pensé que los tres elementos estaban concatenados entre sí, no solo porque mi papá los tenía juntos, sino porque había una comunicación interna entre todos ellos, pues se referían a la labor como diputado de Adalberto; mi hermano Federico y mi hermana Margarita me dijeron que ellos tenían una copia de unos Apuntes autobiográficos que mi papá les había dictado hacía varios años y recordaban que en ellos se mencionaba algo relativo a la participación del abuelo en la política; me los mostraron pero no solo eso: también me enseñaron una fotografía de ese abuelo cuando era un joven, quizá un veinteañero, con la gracia, que notamos, de que vestía calcetines rayados, tal y como ahora se han vuelto a usar.
De inmediato me puse a leer esos Apuntes donde, en efecto, mi papá hablaba de su padre en términos bastante críticos, pues al decir que había resultado electo diputado por el distrito de Rincón de Romos al Congreso del Estado de Aguascalientes, lo enjuiciaba en un párrafo contundente: “sin preparación general y con total ausencia de visión política, para la práctica mexicana de la época, no tuvo capacidad para refrenar las impresiones que resultaban opuestas a su modo de pensar y sin ningún recato ni discreción, opinaba en contra de lo que no le parecía; llegó al extremo de promover la caída de un gobernador y a hacer gala de su éxito, como advertencia para el nuevo recién designado por el Congreso; pero no tomó en cuenta que el caído y el recién llegado eran designaciones que partía de la presidencia de la República, al margen de cualquier opinión de cualquier político local; poco tiempo después, el mismo Congreso de Aguascalientes determinó su desafuero; el presidente entonces era Álvaro Obregón y el secretario de Gobernación Plutarco Elías Calles; y para colmo, el diputado Villalpando nunca negó su preferencia total por Adolfo de la Huerta, aspirante a la presidencia”. Así, mi abuelo tuvo que irse de Aguascalientes, con esposa y con hijos, y todo porque, según mi papá, “en la cantina del hotel Francia, llena de políticos locales, Adalberto estuvo profiriendo ¡mueras! a la Revolución, a Obregón y a Calles”.
Mi papá era muy duro al calificar a su propio padre, el diputado Adalberto Villalpando; páginas más adelante entendí que la política había sido la causante de muchos desazones y preocupaciones para mi abuela -“la extraordinaria María”, como la denomina mi papá en sus Apuntes-. María Nava se casó con Adalberto en 1912; tuvieron ocho hijos, seis de los cuales ya habían nacido en el momento más exaltado, cuando la denuncia mi abuelo en contra del gobernador Elizalde; el siguiente vástago -mi papá-, vendría al mundo en 1926, en plena crisis por los desplantes de mi abuelo. Según lo expresa mi papá, con materno fervor y vehemencia, Mima ostentó siempre el gran “sentimiento religioso, de la fe y de su moralidad general, pletórica de confianza en Dios, impregnada de la más alta responsabilidad, y sostenida por el exagerado amor a su esposo”. Por ello, por el dolor de su madre, por los sufrimientos que le ocasionó mi abuelo, mi papá no escatimó su veredicto acerca de él: “relativa inmadurez personal de éste, exceso de protección familiar, víctima de toda clase de influencias externas, sobre todo sociales y políticas”, y ya no dijo nada más, dejó de escribir acerca de su padre y la siguiente noticia es que muere en 1934 y por ello “se trastocó la vida familiar”.
Una historia triste, sin lugar a dudas, y hasta con alguna carga de rencor, como una espina clavada en la memoria de mi papá. Las notas de los Apuntes de mi papá parecían ser lo bastante claras y suficientes para entender lo que había pasado; quizá no valdría la pena indagar más, sobre todo por no remover recuerdos que mi propio padre quiso desvanecer y porque quizá yo no tendría derecho de hacerlo, debido a que ahora él ya no estaba entre nosotros; sin embargo, no quedé satisfecho: lo descubrí en el viaje que para fin de año hicimos a Cuba, donde mientras miraba el mar y a mis hijas disfrutándolo, mi mente divagaba y recurrentemente regresaba a la historia de mi abuelo, de ese abuelo desconocido. Llegué a la conclusión de que necesitaba, me urgía saber más, me resultaba indispensable reconstruir al menos ese tramo de la vida de mi abuelo, ¿qué había sucedido?, ¿por qué?, y la curiosidad -motor y causa del conocimiento histórico- comenzó a corroerme el alma, pero no podía hacer nada pues ni internet había por allá. Esperé a mi regreso y a la primera oportunidad, de nuevo en la casa que fue de mis padres, les pedí a mis hermanos me prestaran aquellos dos libros y la hoja; ellos, además, resolvieron darme una copia de los Apuntes de mi papá y me obsequiaron una toma de la única fotografía que conservamos de mi abuelo. Con eso era bastante para empezar -y para no dormir los dos días siguientes-, siguiendo la pista de mi abuelo en su breve pero muy azarosa experiencia en las lides políticas de Aguascalientes.
Tenían en mis manos tres objetos materiales, pero los tres habían pertenecido a mi abuelo, los tres habían sido tocados por su mano: el libro que leyó mientras era perseguido, el que le dedicó su amigo Pedro de Alba y el manifiesto donde acusaba de asesino al gobernador. Creí sentir que en ese trío de viejos recuerdos estaba Adalberto Villalpando como diciéndome que rescatara su historia, que buscara -o al menos lo intentara- la verdad de lo que había pasado en ese tiempo aciago cuando fue diputado. Una nueva lectura de los Apuntes de mi papá, en sus breves párrafos donde menciona al abuelo, me permitió percibir que mi padre se había quedado muy corto en el relato; quizá solo consignó lo que a él le contaron -había nacido cuando sucedieron las cosas- o acaso tal vez refrenó sus letras para narrar someramente y a la carrera un pasaje que resultaba doloroso por respeto a su madre, a mi abuela Mima. Rehuí entrar a la sicología de un niño cuyo padre muere cuando tiene apenas ocho años y se entera después de que las andanzas políticas de su progenitor son causa de las penalidades y agobios de su madre, que brega por sacar adelante a los ocho hijos que el difunto dejó. En esos años difíciles, luego del fallecimiento de mi abuelo, ¿cuántas veces no escucharía mi papá los lamentos de mi abuela, quejándose de las desgracias que trajo aparejadas la actividad política de mi abuelo? No, no era justo que yo indagara siguiendo esa vereda, ni tampoco tenía la morbosidad para hacerlo.
Más bien, tuve conciencia de que estaba frente a un hecho objetivo: la labor y las vicisitudes de Adalberto Villalpando como diputado en el Congreso de Aguascalientes, entre septiembre de 1924 y octubre de 1927. Desvelar el asunto implicaría, probablemente, corregirle la plana a mi papá por lo que escribió en sus Apuntes, pero debía correr el riesgo y por ello, porque en mi mente el asunto daba vueltas y más vueltas, decidí seguir adelante. Me dispuse a averiguar lo más que pudiera acerca de lo que le pasó al diputado Villalpando, pero lo haría -y lo hice- como historiador, y para ello disponía solo del fin de semana, pues fenecían las vacaciones y habría que regresar de nuevo a las actividades cotidianas y a otras investigaciones en proceso.
Primero, a estudiar el asunto: de nueva cuenta, la delicia de mi propia biblioteca: atraído por el tema Aguascalientes desde hace muchos años, enamorado de esa tierra de la gente buena donde Nora, mi esposa, y yo tenemos grandes y verdaderos amigos; habiendo escrito apenas un par de años atrás el libro oficial sobre la Convención Revolucionaria de 1914 que editó el Gobierno del Estado y, además, con el recuerdo agradecido de mis mentores en la interesante y rica tradición local -el ya difunto don Alejandro Topete del Valle y mi estimado colega Jesús Antonio de la Torre Rangel-, comprobé gustoso que mi pasión por Aguascalientes era tal que en casa contaba con el suficiente apoyo bibliográfico como para darle una respuesta a mi interés por mi abuelo, pero además, reflexioné sobre algo verdaderamente notorio y sugestivo: la historia regional de Aguascalientes ha merecido muy buenos y variados trabajos de investigación, muchos de ellos recientes; ¡tenía todo lo necesario, así que a leer!
Afanoso, me dediqué a expurgar libros y libros para extraer de ellos noticias de mi abuelo y de los acontecimientos de aquellos años, como la deposición del gobernador Elizalde, punto al parecer climático de esta trama. Este es el recuento del repertorio bibliográfico de lo que revisé en el fin de semana; seguramente hay más obras sobre el tema pero mi intención no era, ni es, escribir un tratado o un ensayo monográfico, sino conocer a mi abuelo. Por ello, me enfrasqué en la lectura de la Historia del Congreso del Estado de Aguascalientes, editada por el Gobierno del Estado en 2007; de los Apuntes históricos, geográficos y estadísticos del Estado de Aguascalientes, de Jesús Bernal Sánchez, publicado en 1928; del estupendo libro Nichos de Poder: liderazgo político en Aguascalientes, principio y fin de un ciclo, 1920-1988, escrito por Andrés Reyes Rodríguez y publicado en 2004; no dejé de ver las Efemérides de Aguascalientes, históricas y culturales, de José Luis Engel, editado en 2000; un libro curioso: Verdadera historia política de Aguascalientes, 1575-1975, de Antonio Colín García, publicado en 1975 y que mi papá me había regalado hace tiempo; luego, una obra excepcional: Después de la tempestad: la reorganización católica en Aguascalientes, 1929-1950, editado en 2001 y escrito magistralmente por Yolanda Padilla Rangel; luego abordé la revisión de Haciendas y ranchos de Aguascalientes, de Jesús Gómez Serrano, impreso en el año 2000, y que fue un obsequio de mi querido amigo Carlos Martínez y, por último, el que ofrece una visión panorámica pero muy completa del asunto, también de Jesús Gómez Serrano, Aguascalientes, historia breve, del año 2010. Muy buenos libros todos; me sentí orgulloso de que Aguascalientes fuese foco de atención de tan estupendos trabajos y de tan reconocidos historiadores.
En todos ellos aparecía, si no el nombre de mi abuelo más que en dos o tres -un personaje menor en el elenco político del drama de Aguascalientes- sí los sucesos en los que había intervenido y participado activamente; ¡tenía ya toda la historia y podía relatarla!, entendiendo lo que había pasado y, sobre todo comprendiendo el comportamiento del diputado Adalberto Villalpando y sus razones; quedaban algunas lagunas por cubrir pero me dije a mí mismo que no se trataba de un trabajo científico sino más bien, algo de índole sentimental y familiar. Pero luego vino lo mejor, la cereza que coronó a ese pastel de datos y referencias aguascalentenses: una última revisión -de domingo por la noche— en el internet, “googleando” el nombre de mi abuelo, me llevó a una página singular y muy bien hecha, la del catálogo del Fondo Histórico del Archivo del Municipio de la ciudad de Aguascalientes. Emocionado, escribí en el buscador de nuevo las palabras Adalberto Villalpando y el resultado apareció en mi Ipad: varias fichas correspondían a él y permitía su localización por caja y por número de expediente, además de proporcionar una síntesis breve pero suficiente de su contenido; ¡era un hallazgo prodigioso, porque en varios de ellos se hablaba del espinoso asunto! Y di gracias al cielo de que la modernidad hubiese llegado hasta esos papeles viejos que resguarda el Ayuntamiento de la capital de Aguascalientes.
El lunes por la mañana, desahogados los asuntos laborales, pude hablar por teléfono al Archivo Municipal de Aguascalientes y localizar al responsable del Fondo Histórico. Don Samuel Martínez Martínez me atendió con prontitud y amabilidad; me pidió las referencias de los documentos y me advirtió, eso sí, que no había forma de enviármelos porque aún no cuentan con scanner ni correo electrónico en su área; pero no importaba, porque el mismo don Samuel me ofreció tener listos los expedientes para que los fotografiaran, gracias al maravilloso recurso de los teléfonos celulares modernos que permiten esa función; solo había que pedirle a alguien que fuera, lo hiciera y luego me los mandara; le agradecí a don Samuel y le dije que pediría ayuda a alguna persona de mi confianza.
No tuve duda: recurriría a mis grandes amigos Carlos Martínez y su distinguida esposa Victoria López; con atrevimiento le marqué a Victoria y, amable como siempre, escuchó mis cuitas y súplicas; su respuesta fue directa y decidida: iría inmediatamente al Archivo Histórico del municipio a fotografiar los documentos. Y así sucedió: Victoria se convirtió en el ángel de la guarda de este escrito, en la estrella de esta averiguación porque fue allí, se presentó con don Samuel, esperó algunos minutos a que se los tuvieran listos, tomó las fotos de todos los papeles que le mostraron -todos los que yo había solicitado- y minutos después, me los envió por medio digital. ¡Nunca una investigación histórica se había resuelto a tan gran velocidad y a la distancia! No tengo palabras para expresar mi agradecimiento a Victoria por su apoyo e incondicional ayuda; gracias a ella pude redondear lo que ya sabía, cerrar algunos círculos y apuntalar mis conclusiones. En total, en menos de 48 horas había resuelto el enigma de mi abuelo en su actuación como diputado en Aguascalientes. Por eso, y para no abrumar al lector -y tampoco a la memoria ni de mi abuelo ni de mi papá-, de manera breve pero completa, esta es la historia:
Entre 1920 y 1924, Aguascalientes fue gobernado por Rafael Arellano Valle, un personaje que ha sido calificado como conservador y que en efecto, contuvo los embates revolucionarios al impedir en el Estado las reivindicaciones campesinas que establecía la Constitución Federal del 17; postulado por el Partido Nacional Republicano, formado por huestes católicas que se oponían a muchas de las políticas radicales que estaban ya incidiendo en todo el país, Arellano consiguió en cambio apuntalar la educación estatal y asegurar la planta productiva de las empresas locales; fue acusado de proteger los intereses de las clases altas y medias. Bajo su sombra se gestó la candidatura, para el siguiente periodo de gobierno, de Victorino Medina, quien recibió el apoyo de los mismos grupos cuyo común denominador era el catolicismo, en contra del candidato propuesto por los agraristas de Aguascalientes, José María Elizalde, quien además tenía el beneplácito del presidente Álvaro Obregón pero sobre todo, el del hombre fuerte en ese momento, el ya candidato presidencial Plutarco Elías Calles.
En el proceso electoral de 1924 en Aguascalientes, además de la contienda por la gubernatura, también se elegiría al nuevo Congreso local, por lo que se postularon candidatos de ambas corrientes, o partidos diríamos hoy, de los católicos y de los agraristas; por razones seguramente de afinidad política (era un moderado), de clase (pertenecía a la media) y de ideas (un católico comprometido), Adalberto Villalpando estaba con los primeros; ya había tenido alguna experiencia en materia de administración pública: había sido presidente municipal de Rincón de Romos, justo en los dos primeros años que Arellano gobernó al Estado. Y la elección, a pesar de los intentos oficialistas por parte del Gobierno Federal, resultó como se esperaba en Aguascalientes: triunfaron los moderados católicos, el vencedor fue Victorino Medina y Adalberto Villalpando fue electo diputado por el distrito 12 del Estado, el correspondiente a Rincón de Romos.
Pero la maquinaria de los callistas funcionó: los diputados agraristas en el Congreso local dieron un golpe de mano desconociendo la elección de Medina, reconociendo como triunfador a Elizalde; sin embargo, los diputados católicos, liderados entre otros por Adalberto, se constituyeron en una “legislatura independiente” y dieron parte de su instalación a los gobiernos del Estado y al Federal; eso indignó a lo agraristas, que ya habían instalado el Congreso y por ello habían desconocido a Victorino Medina; rápidamente, presentaron una denuncia en contra de Villalpando, acusándolo de “usurpación de funciones” y con el pretexto de que no había protestado su encargo como representante popular y por lo tanto aún no tenía fuero, obtuvieron una orden de aprehensión en su contra. En términos estrictamente legales era cierto el delito cometido, por lo que varios compañeros de Adalberto fueron a dar a prisión, según se lee en los documentos respectivos que obran en el expediente que está en el Fondo Histórico del municipio de Aguascalientes. Los mantuvieron presos hasta que Elizalde tomó posesión; ya luego los soltaron y se incorporaron al Congreso como diputados, después de haber rendido protesta.
Pero vayamos al día 24 de septiembre, cuando el juez giró la orden de aprehensión contra los sedicentes diputados; la policía informó que había detenido a todos los implicados en la usurpación de funciones, a todos excepto a uno: a Adalberto Villalpando. ¿Dónde estaba? Ya lo sabemos gracias al librito que Adalberto leyó en su escondite: en una azotea, tiempo en el cual aprovechó para enterarse del contenido de esa obra, bastante mediocre, pero que con sarcasmo e ironía hacía burla de las desgracias y desventuras de un mediocre diputado español; ¿se habrá divertido Adalberto con ese texto?, porque en él se narra como, por ejemplo, la esposa del diputado Anfrúns lo engaña con su secretario -tuve que leerlo completo para enterarme por qué mi abuelo eligió ese libro para su entretenimiento mientras era perseguido-, pero además el mismo protagonista aparece siempre como torpe, incapaz y hasta blanco de las más absurdas intrigas. Sin embargo, fue la lectura con la que se distrajo Adalberto mientras la policía lo buscaba. Luego, es de suponerse, en cuanto Elizalde tomó posesión y sus compañeros fueron liberados y se presentaron al Congreso, Villalpando hizo lo mismo: ocupó su curul como diputado.
José María Elizalde, pese a las protestas de los diputados de oposición, “independientes” se decían a sí mismos, activó e incentivó el cumplimiento de las promesas revolucionarias en Aguascalientes, como el reparto agrario y, siguiendo las directrices del Gobierno Federal, ya con Calles en Palacio Nacional, la política anticatólica. No ahondaré en la turbulenta época de 1925, cuando en el país se iniciaban los conflictos que conducirían al año siguiente a la guerra cristera, pero solo diré que en Aguascalientes un suceso conmocionó a la población: a fines de marzo de 1925, el gobernador ordenó que el templo de San Marcos fuese entregado a la Iglesia Católica Apostólica Mexicana, el movimiento cismático auspiciado por Calles, Morones y la CROM; pero resultó que un grupo de católicos resolvió defender el inmueble y Elizalde dispuso que las fuerzas del orden lo tomaran a sangre y fuego dejando a dos muertos tendidos en el suelo. Luego, otro incidente fue también motivo de gran escándalo: el asesinato del senador suplente por Aguascalientes, Vidal Roldán y Ávila, que se había convertido en un tenaz crítico de Elizalde, en paladín de los católicos y en rival político del gobernador.
Adalberto Villalpando llegó a la conclusión, como todo el mundo, de que el verdadero autor intelectual del crimen era el gobernador Elizalde, quien lo había perpetrado con sus esbirros para liquidar a tan enconado opositor. Sin embargo, nadie se atrevía a alzar la voz para denunciar, porque sin lugar a dudas Aguascalientes era ya para ese momento una ciudad que vivía bajo el terror, pues así se las gastaban las bandas de asesinos cromistas que obedecían las órdenes del gobierno. Es entonces cuando ocurre el más sonado episodio de la vida política de mi abuelo: su denuncia pública acusando al gobernador de ser un homicida. Su manifiesto en el que con toda valentía señalaba a Elizalde como un asesino y donde sin temor alguno daba a conocer su domicilio particular, añadiendo que no tenía miedo de morir, provocó una gran sensación entre los habitantes de la ciudad, al decir de varios de los autores consultados: ¡Adalberto se había convertido en la voz del pueblo que exigía justicia!, y el clamor por la caída del gobernador se volvió exigencia a grado tal que el gobernador, acorralado, desde el balcón del palacio de gobierno, gritaba a la muchedumbre que pedía su renuncia: “suceda lo que sucediere, saldré triunfante”, pero no fue así pues al mismo tiempo, reunida la legislatura local, donde la mayoría de “agraristas” estaba asustada por el movimiento de masas en contra de Elizalde, y a propuesta del diputado Adalberto Villalpando, votó el desafuero del gobernador.
No dudo que mi papá tenga razón en sus Apuntes: es muy verosímil que Adalberto se creyera capaz de poner y quitar gobernadores, porque además de derribar a Elizalde, y en acatamiento a lo que establecía la Constitución del Estado, propuso que uno de sus amigos diputados, Benjamín Azpeitia, fuese designado gobernador interino. Así se aprobó y mi abuelo probablemente se pavoneaba de ello: quitó a uno y puso a otro. Sin embargo, el gusto le duró poco: pasada la crisis, el Gobierno Federal reaccionó y el presidente Calles directamente ordenó al Congreso, donde eran mayoría los suyos, la deposición de Azpeitia y la designación de otro gobernador, afín a sus intereses políticos; así llegó Alberto González Hermosillo, a continuar con la obra revolucionaria anticatólica; la valentía de Adalberto no había servido para nada.
Al contrario, se volvió blanco de los ataques de los oficialistas: en enero de 1927 tuvo que presentar denuncia ante la inspección de policía en contra de unos sujetos que los amagaron con armas de fuego, a él y a otro diputado católico más, prueba evidente de que ya no las tenía todas consigo: Adalberto era un personaje incómodo dada su filiación católica y su protagonismo en los sucesos ya narrados. Aquí debo hacer una digresión: en las obras consultadas no he encontrado vínculos entre los católicos de Aguascalientes y la persona y movimiento de Adolfo de la Huerta; no es imposible que existieran, pero al menos no resaltan y por ello ignoro la razón por la cual mi papá en sus Apuntes dice que mi abuelo era partidario de este político sonorense, quien encendió la mecha de una revolución -la derrotada “delahuertista”- para alcanzar la presidencia. Pero no encajan las fechas, porque ya para mediados de 1924, De la Huerta, fracasada su intentona, había partido para el exilio y en esos días Adalberto aún no era diputado; es más, según señala un expediente en el archivo del municipio, antes de serlo, en ese mismo año, intentó emplearse como inspector de tránsito de la capital de Aguascalientes y una vez negada la solicitud, decidió que quería ser legislador, con lo cual podría comprobarse la afirmación de mi papá sobre que Adalberto era víctima de “toda clase de influencias”, pero sobre todo, resalta lo que él calificó con suavidad como “relativa inmadurez personal”, propia de quien no sabe qué hacer en la vida para ganarse el sustento, agregaría yo, sobre todo tratándose de un hombre que para entonces tenía 37 años de edad, y esposa y seis hijos que mantener.
No tengo objeción tampoco en coincidir con mi papá cuando relata que Adalberto, en la cantina del hotel Francia, repleta de políticos, se ponía a lanzar gritos y ¡mueras! a Obregón y a Calles, pues esto se aviene muy bien con lo que ya sabemos de él. No sé si esto provocó su separación de la diputación, pero sin duda contribuyó a ello, pues seguramente sus ostentaciones -“sin ningún recato y discreción”, dicen los Apuntes de mi papá- generaron un clima de animadversión en su contra por parte del oficialismo callista de Aguascalientes. Un suceso familiar debió servirle de advertencia de lo que vendría: uno de sus hermanos, Antonio Villalpando, a quien apodaban “pandito”, fue detenido por la policía y puesto en prisión, bajo el cargo de ser “cristero”.
Luego vendría el fin: Adalberto fue acusado de ser “responsable de delitos del orden común” -aunque en ninguno de los documentos del expediente respectivo se especifica cuáles eran esos delitos- y por lo tanto, el 17 de octubre de 1927, el Congreso del Estado procedió a su desafuero como diputado, a fin de que quedara “separado de su encargo y sujeto a la acción de los tribunales comunes”, lo cual fue aprobado por mayoría de votos de los legisladores presentes, todos por supuesto, afines al gobierno. Sin embargo, por razones que ignoro -quizá un pacto secreto- no fue a la cárcel, sino que salió de inmediato al exilio, a El Paso, Texas, llevándose no a toda la familia, sino a los hijos más pequeños, como mi papá, que tenía un año de edad en ese entonces. Regresaría luego de la muerte de Obregón y ya durante la presidencia de Emilio Portes Gil para dedicarse al comercio. Adalberto no volvería a participar en política, no al menos en la abiertamente militante, aunque tengo la impresión de que -“rescoldo que algo queda”, dice el refrán-, hubo quien le guardara odio suficiente por aquello que hizo como diputado -¿acaso el propio Elizalde?, me atrevo a hipotetizar-, ya que su muerte, ocurrida en 1934, reviste de grandes misterios que aún no me son dables en desentrañar.
Este fue mi fin de semana con mi abuelo, a quien pude conocer mucho más, y apreciarlo también, porque a pesar de sus defectos vivió intensamente esos años en que sirvió como diputado; comparto muchos de los juicios de mi papá acerca de Adalberto, confirmando que en esencia es cierta la historia narrada por él: en efecto, los defectos y debilidades de mi abuelo son patentes e inocultables; solo discrepo de mi papá por no reconocerle a su padre por lo menos el rasgo de valentía, que sin duda tenía y mostró, porque seguramente, a causa del dolor ocasionado a su familia, para mi papá esta virtud pasó a convertirse en pecado capital junto con la soberbia con la que se comportó, arrastrando a los suyos a la ruina económica y moral y, más que nada, provocando el sufrimiento de una buena mujer, mi abuela, quien a la larga, me parece, nunca perdonó a su marido por sus andanzas. No tengo manera de probarlo, pero resulta sintomático para esta suposición, el que Mima nunca dispuso el traslado de los restos de su esposo a la Ciudad de México ni que, tampoco, haya expresado su deseo de reposar eternamente a su lado. Mi abuela jamás regresó a Aguascalientes; mi abuelo quedó sepultado allá, solo, para siempre.
Muchas gracias a La Jornada de Aguascalientes por la publica ión de este texto.
No deja de ser interesante su rebuscar en la historia documentada y no platicada, pues al final la verdad sale a lucir para darle nombre a a cada acto y a cada actuante, para sentir tan solo que la duda se aclaro para honrar a quien la verdad asiste, y encuerar al que la falsedad encubrió.
Gracias Don Jose Manuel Villalpando.
Pepe, yo siempre admiré a mi abuelo Adalberto Villalpando, por los comentarios de mi madre Rosa María Villalpando, que con gran orgullo se expresaba de él. ¡ Que viva siempre el diputado Villalpando.
Con afecto Estela.
El Dr. José Manuel Villalpando Nava fue mi profesor de Lógica en la Escuela Nacional Preparatoria 9. Él es uno de los pocos profesores a quien recuerdo con mucho afecto y aprecio, especialmente por su trayectoria, su material editado, así como la huella como profesionista dejada en sus alumnos, misma que tuve la dicha disfrutar a través de una de sus alumnas quien también fue mi profesora en la misma Preparatoria. A través de su materia, me permitió apreciar mas ese sentimiento y gusto por el análisis de las situaciones y los momentos. Cuando supe a través de uno de sus libros que había publicado un libro llamado ‘El niño y el mar’, me propuse buscarlo, y no descansaría hasta encontrarlo. Hace unos días, después de 14 años de búsqueda, pude localizarlo, y algo me dice será una de las mejores lecturas que pueda tener jamás. Sin dudarlo, mi profesor tiene una gran historia, y me hace admirarlo mucho más de lo que antes lo hacía. Gracias siempre querido profesor.