Al consultar las recientes publicaciones de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París, observé que destacaban Castigar: una pasión contemporánea de Didier Fassin, y Conservadurismo en movimiento: una aproximación transnacional al siglo XX, un libro compilatorio bajo la dirección de Clarisse Berthezène y Jean-Christian Vinel. Fue imposible no pensar en los últimos sucesos de violencia en el país: lo ocurrido en Quintana Roo, un gobierno que podría haberse burlado de niñas y niños que combatían el cáncer, que entregó resultados erróneos de VIH/Sida, pero en especial en Monterrey.
Se ha reconocido que la acción penal es una práctica para fortalecer la legitimidad de las instituciones, más allá de la reincorporación de reclusos a la sociedad, reeducación o reparación de daños; pero debido a la modernización del crimen y la delincuencia, el castigo se presenta en la actualidad como una exigencia por parte de la colectividad en espera de robustecer un imaginario de estabilidad y orden, aunque también abone a consolidar las diferentes brechas de desigualdades económica y social persistentes. Es decir: lo punitivo funciona como un recurso del Estado para exponer un aparente mensaje de orden dirigido hacia ciertos grupos privilegiados y de poder, mientras que la impartición de justicia continúa siendo selectiva. Se busca que el castigo sea expuesto, no sólo se desea protección, sino una acción lo suficientemente incisiva, olvidando el origen humano de cada uno, tanto de los buenos como de los malos; por lo que al clamar por justicia se omite la serie de fallos estructurales en nuestra sociedad y se prioriza el rastreo de un culpable.
Es innegable que los diferentes grupos del crimen organizado en México se han fortalecido de tal manera que rebasan al Estado y la sociedad misma, pues han demostrado su capacidad de vinculación social, aunque sea de manera ficticia, etérea, fatua y exprés, brindando una aparente respuesta a las necesidades de desarrollo para las personas excluidas de los programas de expansión económica y diversas políticas públicas. Es así que, de alguna u otra manera se ha transformado en el monstruo por el cual se unifican las y los mexicanos, por lo que la estupefacción a causa de los sucesos violentos en Quintana Roo no sobrepasaron un día, al argumentarse públicamente la participación de integrantes de este tipo de organizaciones.
Por otra parte, la posible administración deliberada de falsos medicamentos en quimioterapias para niñas y niños en Veracruz se expuso como un crimen de lesa humanidad, en el cual se presentaba como principal perpetrador al exgobernador Javier Duarte; la indignación estaba presente pero se orientaba de manera fluida hacia un actor en particular, por lo que las reacciones se difuminaron; aunque el suceso alcanzó una mayor atención en la opinión pública que la entrega de resultados erróneos de VIH/Sida, también durante la administración de Duarte, pues los afectados fueron relacionados con uno de los grandes estigmas de la época moderna.
A diferencia de los casos mencionados, lo ocurrido en Monterrey convulsionó a la sociedad mexicana, la cual nuevamente buscó el clamor del castigo gratificante al culpar los estilos de vida de los padres del adolescente que hizo las detonaciones, la producción cultural que recurre a la violencia, los contenidos de entretenimiento y mediáticos, la aparente incapacidad de los jóvenes de asumir responsabilidades, la falta de profesionalización de los maestros para que, además de sus actividades magisteriales, también funjan como psicólogos, sociólogos, criminólogos… En miles de cuentas de medios sociales, en los diferentes espacios radiofónicos, televisivos y de prensa, se observaba, escuchaba y leía la cacería por un culpable, aparentemente invisible, pero encarnado en tantos.
En una sociedad, en la que parece que todo se sale de las manos, en la que un Estado es débil, dependiente, intelectualmente incapaz, desigual y a la vez el mismo, donde la violencia ha formado parte de la cotidianeidad, la población se unificó para buscar un chivo expiatorio, como si la pérdida del Chapo hubiera significado una pérdida tan grande que dejó al país con el síndrome de la silla vacía. México está tan traumatizado que corre el riesgo de buscar las aparentes soluciones más rápidas, un placebo en vez de combatir su padecimiento.
El cambio amedrenta, la responsabilidad abruma y la incapacidad obceca, por lo que la mejor idea parece ser retornar a lo ya conocido, al pasado, aunque nunca haya dado resultados, la comodidad de la costumbre, y la melancolía impulsa el conservadurismo. Por ejemplo, el exigir el culto al miedo paternal a través del castigo corporal como un derecho de posesión sobre los hijos, el Operativo Mochila, la súplica por los valores familiares: que las mujeres regresen a los hogares de tiempo completo y la exaltación de las sugerencias religiosas sobre los estilos de vida. Escenario que es entendible, aunque no justificable, a causa de una nación donde la izquierda, la política de la alternativa o la tercera vía, aún no han logrado pasar de la denuncia a la propuesta y a la acción congruente, integral y amplía, donde su manera de hacer cuadros se sustenta en lo utilitario y mediático.
La sociedad mexicana se convirtió en plañidera al ver uno de los escenarios que ha promovido desde sus hogares, en sus espacios laborales, públicos y de poder, pues la violencia no sólo es aquella sanguinolenta y voluptuosa, también lo son el odio, la discriminación, la exclusión, el clasismo, la intolerancia, la venganza.
Para algunos, el momento es oportuno para presentar medidas conservadoras, como la auscultación, la identificación de sospechosos, la sobrevigilancia, la regulación de la vida pública, nocturna, del consumo de alcohol, de productos culturales de entretenimiento, incluso la censura de los medios de comunicación; pero dichas prácticas también son un reflejo de los malestares y deficiencias persistentes en nuestra comunidad, como los prejuicios, la falta de formación integral de las y los ciudadanos, de resiliencia, la lectura de la violencia en las pantallas como un acto de poder en vez de una ficción de terror, y la alimentación del morbo que sostiene las estrategias de ventas y los perfiles de mercado para las empresas mediáticas. En el colegio de Monterrey hubo un actor que disparó pero el culpable está encarnado en cada una y cada uno de nosotros.
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