Hace unos días mi querido amigo el filósofo Mario Gensollen definió el triunfo de Trump en los Estados Unidos de Norteamérica como “un triunfo de la democracia”. Suscribo. Hace casi dos años escribí en este periódico una columna donde defendía el derecho de participación política a personajes como Cuauhtémoc Blanco o “Lagrimita”. He escrito también, más recientemente, que la democracia es, por supuesto, perfectible en sus formas y está siempre sujeta a revisión. En este sentido, cuando la democracia aparentemente “falla”, podemos aseverar que justamente demuestra su valor: es así porque efectivamente depende de las decisiones y éstas son falibles.
Como monista radical, fisicalista empedernido, no son pocas las veces que he escuchado, como forma de atacar a la ciencia: “pero ésta se equivoca: hace años decía que esto pasaba por esto, y ahora se aclaró que más bien pasaba por esto otro”; quien arguye algo del estilo no se da cuenta, con frecuencia, que en ese ataque está la valía que constituye a la propia ciencia: por supuesto que la ciencia cambia de postura, justamente porque está a revisión. Por supuesto que sabemos que se equivoca, porque la ciencia misma, a través de su comunidad, revisa sus propios postulados y no tiene -o no debería tener, nunca- pudor en decir que había un error. Equivocarse no es vergonzoso en este sentido, porque lo que pretende al reconocerlo es mejorarlo. La diferencia (grosso modo) que puede celebrar la ciencia en relación con el dogma, una creencia ciega, es justamente que los postulados de la ciencia están a revisión. Los dogmas son “infalibles” sólo en el sentido en que se mantengan intocables, que se prohíba su revisión, que ni siquiera acepten cuestionamiento. En un sentido estricto, aun cuando pudieran ser verdaderos, no aspiran a ser tratados como verdaderos porque no hay manera de contrastarlos. Es más económico -en muchos sentidos- perdernos de una posible verdad que no podemos comprobar o falsar de ninguna manera, que aceptarla sin miramientos y vivir en un error.
Creo que, de alguna manera, podemos pensar el proceso de la democracia como un proceso análogo a la ciencia en el sentido de que las cosas se someten permanentemente a revisión. También creo que podemos analogar una dictadura a un dogma. Sea ésta erigida por un “mandato divino” como las teocracias, o por una fe ciega -dogmática- en una ideología. A raíz de la muerte de Castro podemos discutir si acertó o no en sus políticas, pero la postura general: someter a evaluación y discusión una forma de gobierno, es claramente fallida. Los costos son evidentes y, si se quiere, podemos voltear a la Unión Soviética, a algunos países del medio o del lejano oriente para ver los riesgos de manera más clara y con menos compromisos emocionales.
Por supuesto que la democracia también puede tener resultados nefastos, como en el caso de Trump, pero esto sólo quiere decir que existe la posibilidad de que tomemos malas decisiones. No es un error impuesto, es un error al que se llega como un proceso de autodeterminación. Habrá quien seguramente aquí preguntará si efectivamente somos autodeterminados, si siquiera hay “libertad” -me han señalado que los periodistas asesinados en nuestro país son una prueba de que no hay libertad de expresión- no suscribo esa moción. Que haya personajes ya sea políticos o no, narcos, gente “poderosa”, delincuentes todos -para el caso- que ante justamente la libertad de expresión, decidan tomar acciones criminales, no es algo que la invalide, sino que la confirma: en un país que tuviera prohibida toda opinión no se generarían reacciones de este tipo, porque no serían consecuencia de ese malestar. Lo que queremos evidentemente no es que desaparezca esta libertad para tener menos muertes, lo que queremos es que se refuerce un mecanismo de protección posterior a la libertad de expresión, pero, como espero haya quedado claro, no es porque ésta “no exista”.
Por supuesto, repito, que los resultados de una decisión pueden ser equivocados. Podemos equivocarnos en las cosas más nimias o en las más trascendentales: al elegir una ruta, al elegir una ropa, al elegir un trabajo o al elegir pareja. En todos los casos el problema no es de la elección misma como estructura, sino de los contenidos y de cómo la llevamos a cabo, qué métodos de evaluación utilizamos, qué información teníamos, qué tantos contaminantes emocionales tuvimos al hacerla, por ejemplo.
En este mismo sentido, la democracia no es lo que está equivocado. Sus mecanismos son revisables, insisto y corregibles. Prueba de ello es que en diversos países puede estructurarse esta decisión de manera distinta: los hay que exigen mayoría absoluta, los que exigen mayoría relativa, los hay con segunda vuelta, o con votos electorales como en el caso del vecino del norte. En todos, lo más importante es la autodeterminación de los pueblos, la posibilidad de que todas y todos, tengan en igualdad de circunstancias el derecho a elegir sobre quién les gobernará.
¿Qué podemos mejorar para nuestra toma de decisiones? Por supuesto, la información disponible: esto exige que nos informemos más, que leamos más, que cotejemos opiniones, que discutamos del tema. Que formemos una comunidad crítica que permita corregir más rápidamente los errores -que seguirán existiendo- y mejorar de manera ulterior.
Seguir esperando un mesías para que nos diga cómo debemos comportarnos, qué debemos hacer, que cambie todo lo que nosotros no pudimos cambiar, es dotar de contenido dogmático lo que corresponde a nuestra deliberación. ¿Podemos soportar nuestros errores o corregirlos? ¿podemos prepararnos para no cometerlos? Por supuesto, que el panorama no es alentador, pero elegir un dogma para liberarnos de esa angustia no parece ser un buen camino.
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