Una noticia me descoloca la tarde del 25 de diciembre: en plena celebración de la Navidad en un país mayoritariamente católico, amanecen 6 cabezas de jóvenes en Jiquilpan, municipio de Michoacán. Hemos aprendido a convivir con el terror. Aprendemos a sobrellevarlo mientras hacemos compras, cenamos pavo y repartimos regalos. Vi también algunas fotografías de niños en la calle que no recibieron sorpresas matutinas, que el día de ayer no estrenaron ropa ni juguetes.
A pesar de no ser una persona religiosa, no desprecio en lo mínimo la Navidad. Pienso, como mi amigo Mario Gensollen, que la conservación de rituales garantiza la fortaleza gremial, indispensable en una sociedad. Una consecuencia de un laicismo ramplón pueden ser el cuestionamiento de fechas con clichés de sobra manidos como aquellos que señalan estas fechas como un mecanismo de pura mercadotecnia.
Adicionalmente a que considero que hay rituales sanos y deseables, encuentro belleza estética en la idea de la unidad familiar y en la creencia que los católicos sostienen sobre estos días. El simbolismo de un dios que decide encarnarse, que decide suspender su condición divina para hundirse en la condición cárnica del ser humano, me parece de una profundidad filosófica proverbial. Un dios que intenta entender a los hombres para amarlos tal como son, para poder perdonarlos, juzgarlos en su justa dimensión.
No creo, sin embargo, en las nociones meramente abstractas: pensar en “la familia” como los mismos católicos lo prodigaron este año, en un modelo inasible que no captura la pluralidad y la particularísima conformación de cada núcleo familiar es, por lo menos, corto de miras. También creo que la embriaguez comprensible de vivir este momento peculiar en donde podemos reunirnos con padres y hermanos, con abuelos y tíos que no tuvimos oportunidad de ver el resto del año nos hace pensar en otras nociones abstractas como la paz y el amor.
Ya no deseo paz y amor para nuestro país ni para nuestro mundo. Que no se malentienda: no porque en teoría parezcan indeseables, sino porque en la práctica parecen imposibles. Aspiro a un país (y lo creo factible) donde se practique la justicia. Un país que permita que sus ciudadanas y ciudadanos vivan conforme a sus creencias y valores, sí. Pero incluso, de manera más básica, un país donde sus hombres y mujeres tengan oportunidades justas de desarrollo, para que nadie se quede sin comer, para que nadie se quede sin un techo donde dormir. También creo que es posible combatir o reducir considerablemente la violencia que azota nuestra patria. Creo que la impunidad puede combatirse y tenemos que empezar a caminar hacia ese objetivo.
Puede parecer inocente y sólo una lista de buenos deseos. No mayor en ese sentido que todas las cartas, llamadas, carteles, comerciales que vimos en estas semanas de empresas, ciudadanas y ciudadanos, servidores públicos de toda índole, legisladores, gobernantes.
Necesitamos, con urgencia, transitar a un estado de justicia. No un páramo de personas que nos amamos, no una república amorosa sino un estado que procure el bienestar de sus miembros. Un estado donde seis cabezas mutiladas nos parezca no sólo escandaloso sino imposible en navidad o en pleno verano. La idea detrás de la creencia cristiana es profundísima: poderte poner en la piel del otro para poder saber lo que el otro necesita. Yo deseo un país donde todos entendamos eso. Yo aspiro a un país donde se haga justicia para hombres de buena y de mala voluntad.
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