XXXIII
Cuando un huracán pasa de mar a tierra firme, se debilita rápidamente, porque pierde su fuente de energía: el aire marino, cálido y húmedo.
A veces, sin embargo, los huracanes en tierra firme pueden intensificarse brevemente. Esto sucede si el suelo es pantanoso y muy caliente, debido a que el aire húmedo y cálido de estos lugares alimenta el huracán.
Algunos científicos piensan que esto fue lo que sucedió cuando el huracán Andrew pasó por los pantanos de la Florida.
XXXIV
Vous êtes tous de poètes et moi je suis du côté de la mort
Jacques Vaché
Necesitaba tiempo para mí. Me dirigí, como siempre que necesitaba estar solo, a uno de los bares más concurridos de la ciudad. Estar rodeado es, a veces, la mejor manera de estar solo. Llegué pronto. A un lado de la salida de la barra, justo enfrente del gabinete donde nos habíamos conocido hacía casi un año, hay una mesa redonda, diminuta, donde apenas caben un par de tarros y un cenicero y dos sillas. Es el lugar más iluminado de todo el sitio, imposible de ver desde la barra por las columnas. Tal vez su único defecto es que es el paso al baño, pero la soledad tolera las interrupciones siempre que tras los saludos no llegue una conversación pendiente o apenas iniciada. Desde ahí basta un gesto para indicar a los meseros el resultado del partido de fútbol de la semana anterior, la calidad, o falta de ella, de lo que está sonando y el tamaño de la bebida.
La cerveza, que eran dos, llegó casi al instante. Siempre había una promoción hasta las nueve de la noche pero era la primera vez que me traían las dos cervezas al mismo tiempo.
–¿No me puedes traer una y después la otra?
Normalmente hablábamos de libros, era egresado de letras en otra facultad mejor que la de nuestra ciudad, y de discos, era músico en un grupo ruidista; sin embargo aquel día propuso otro tema de conservación.
–¿No quedaste hoy con la attention whore? -A pesar de mi gesto, continuó. –Tú también eres un attention whore. -Yo me preguntaba en qué momento una amistad basada en la coincidencia en lugares y gustos se había convertido en confianza. –Me han dicho -se me olvidaba que él también coincidía en un grupo con los dos músicos-, que estás preparando algo para ella, ¿no? ¿Podré leerlo?
Me había pillado desprevenido. Saqué unas hojas dobladas del libro que llevaba, una cosa aburrida sobre la eficiencia en el trabajo y se las pasé. Regresó a la barra porque el bar se iba llenando cada vez más. Regresó a los siete minutos.
–Me gusta. Me devolvió las hojas que yo procedía devolver al libro. –Podrías, si quisieras, dedicarte a eso de escribir en serio -no era eso lo que venía a decir. Disparó-, ¿tanto la odias?
No supe qué contestar. Recurrí, como siempre, a un chiste malo.
–Parece que lleva un cartel en su frente. Ódiame más -No se rió. Se me había olvidado que era el único de los habituales que no tenía el futbol entre sus pasiones. Fui sincero. –No lo sé.
–Son tal para cual -se corrigió-, o al menos, lo parecen. Serían personajes ideales para una novela. Una novela con alcohol, discusiones, música. Idas y venidas a unos pocos lugares donde siempre coinciden todos. Ya sabes, Murakami style.
–Tuya. Intenté sonar irónico. –Te la regalo. –No me molesté en explicarle si me refería al argumento de la novela o a ella.
Él tampoco explicó qué rechazaba.
–No gracias. Todas tuyas.
No sabía cómo terminar aquella conversación así que pasé a convertirlo a él en el centro de nuestro intercambio.
–¿Qué tal vas con tu ensayo?
Llevaba un año escribiendo un libro que mezclaba música moderna y literatura. Un estudio sobre el azul y una vieja canción de New Order. Una relación entre Paul Verlaine y el guitarrista de Televisión. Un análisis del verso libre y la música noise.
–Ya casi. Ya casi.
No le gustaba hablar del tema.
Ella no tardó en llegar.
–Sabía que estarías aquí.
–En mi mesa de estar solo. ¿Te sientas?
–Eres un imbécil -sonaba enojada-. Es tu mesa de estar solo y me invitas a sentarme. ¿No crees que es estúpido?
–Lo soy. Sé que soy un estúpido, pero eso no es una respuesta. –Como ya se había convertido en habitual, me repetí. Le repetí. Comenzaba a pensar que no estábamos convirtiendo ese tipo de personas a las que las frases la primera vez las devuelven a la conversación y que sólo la segunda adquiere sentido. –¿Te sientas?
Rechazó lo que le ofrecían señalando la botella de agua. “Rehab, gracias”. Comenzó a decir lo que había venido a decir mientras se sentaba. Comenzó con una ironía.
–¿Qué tal va tu nuevo proyecto? -Se me había olvidado lo diminuto de la ciudad, una ciudad dentro de otra. Una aún más provinciana e infernal.
–Sé la respuesta, pero aun así tengo que hacer la pregunta. ¿Cómo lo sabes?
–Mi novio -se corrigió- mi exnovio se enteró de lo de las fotos. Tú te enteraste de lo de mi cumpleaños. ¿Crees que no iba a saber que estás ensayando algo que tiene que ver con nosotros? -antes de que yo mentalmente pudiera acusar a cualquiera de los dos músicos me dio la pista-, además, estás en el programa. Gracias por no llamarlo 2.0 -se levantó. –Te llamo al rato. Para que sigas solo.
Volví a sacar las hojas del libro e intenté contestarme si la odiaba o no. Si realmente quería que desapareciera. Me sorprendió que me gustara lo que había escrito. Me leí. “Estamos muertos, dije / como quien dice enamorados”. Recordé, mal, el título de una vieja película española. “Nadie hablará de nosotros cuando estemos muertos”. Me concentré en la segunda cerveza.
–Hola -me asusté-, acabo de verla salir. Parecía enojada.
Era, como si la historia se estuviera cerrando, a la amiga que nos había presentado aquella primera vez y, por primera vez con alguien, resumí lo que pensaba.
–La quiero, pero no la quiero.
–Y yo estoy harta de los dos. Es lo mismo que acaba de decirme. Ni siquiera estoy enojada con ustedes. Me aburren. De muerte.
Como si lo hubiera invocado para evitar el regaño, llegó su novio. Hablamos de futbol y de Ornelas, él me lo había descubierto, mientras se terminaba mi cerveza esperando a que llegara la suya. Me despedí.
–No te enojes conmigo -añadí-, ni con ella.
–No estoy enojada. Pero ya no quiero ni que ella me hable de ti, ni escucharte hablar de ella.
Pensé que algún día debería invitarla a un bar de un viejo hotel, de esos con espejos y una licorera bien surtida. Continuó con sus advertencias.
–El día que estés desapegado de ella, hablamos.
Sonó más a promesa y apuesta que a enojo.
Me despedí y salí a la noche prometiéndome buscar esa palabra en el diccionario.
Esperé su llamada mientras leía algo sobre programas FODA y eficientización. No marcó.
Al día siguiente en la tarde, por problemas del trabajo, llegué tarde a los ensayos. Además, antes había pasado a recoger las playeras que había encargado. Estaríamos uniformados. Blanco y negro y una vieja serigrafía de Warhol. Los músicos ya se habían marchado. Dejé la bolsa de plástico sobre el sofá repleto e intenté comunicarme con ellos. A la tercera respondió la guitarrista.
–Llegaste tarde. Me disculpé. –Mañana nosotros tenemos ensayo con el otro grupo. Nos vemos el viernes.
Me asusté.
–Sólo nos queda una semana.
–El viernes lo dejamos todo listo. No salimos hasta que esté todo terminado.
Le creí.
–Va. El viernes. Mismo lugar. Misma hora.
Colgué. Los dos éramos de pocas palabras.
Sonó el teléfono. Contesté al primer timbre.
–Me tenías preocupado. Ayer dijiste que llamabas al rato.
Su voz en la respuesta sonaba más aguda que de costumbre y más alta.
–¿Preocupado? Me lo dice el que tiene planeado el día que va a dejar de hablarme.
Dije lo primero que se ocurrió para calmarla.
–Es por nuestro bien.
–Y todavía te pones cínico.
–No soy cínico. Es lo mejor para los dos. Para nosotros.
Estaba tan enojada que ni siquiera se molestó en insultarme y siguió razonando.
–¿Nosotros? ¿Nosotros? Lo tenías todo planeado.
Creo que los dos pensamos en la misma frase, la de su amiga. “Si haces con ella lo que con todas, enamorarla y dejarla botada, te mato”.
–Nosotros puede ser cualquier cosa. Un par de amigos es nosotros. Los participantes de la Jornada son nosotros. Aunque no veamos nunca más siempre hay un nosotros.
Colgó. Sabía que llamaría, pero no esperaba que tan pronto. Estaba llorando.
–Prométeme que, si me muero, publicarás lo que escribo. Que terminarás mis poemas.
–No te vas a morir.
–No te llamé ayer porque después de verte tenía cita en el médico. Tengo que tomarme unas inyecciones que me dejan tumbada, mareada, atontada. Llegué a casa, vomité y caí rendida en la cama.
Recordé la vez que fingí en la universidad cáncer de estómago para darle lástima a una chica y lograr que se acostara conmigo. Me dijo que hasta no ver el diagnóstico no me iba a creer. Todo lo que costó conseguir que alguien falsificara los estudios no valió la pena. La única noche que estuvimos juntos ella estaba demasiado borracha. Regresé al presente e intenté calmarla de nuevo.
–Todo estará bien. No te vas a morir.
Colgó, pero no volvió a llamar ese día. Ni lo hizo en una semana mientras yo seguía, con impuntualidades, trabajando con los músicos. Si hubiera vuelto a llamar le habría dicho que estaría en primera fila en su lectura. Escuchándola, aunque fuera la última vez.
Le tocó en una mesa en un tecnológico fuera de la ciudad. Junto a una poeta abiertamente lesbiana y un poeta de closet e incipiente calva, junto a la gran promesa joven de la ciudad y una leyenda en decadencia, junto a un poeta que todavía leí directamente de su agenda. Cuando venció los nervios del primer poema leyó bien. De hecho, el nerviosismo le daba un algo añadido a lo que leía.
El presentador, ante la falta de preguntas de los universitarios, arriesgó el primer y último cuestionamiento a los cinco escritores.
–Si no fueran poetas, ¿qué les hubiera gustado ser?
Recordé un día de inauguración, una exposición colectiva con jóvenes talentos locales. De esas que sólo atraen a los amigos y conocidos de los artistas y a ese tipo de noctámbulos que comienzan los jueves y los viernes bebiendo gratis en algún evento cultural. Alguien, creo que el director de algún museo de la ciudad, le hizo entonces una pregunta semejante. Recé para que contestara lo mismo en público. Lo hizo.
–Si no fuera poeta, sería prostituta.
Una vez intenté dejar de fumar. Volví a recaer. Lo que más me preocupó entonces no fue la vuelta al vicio sino la constatación de mi falta de voluntad. Nunca más volví a intentarlo. La única lección que saqué de aquella semana sin nicotina es que uno debe ser consciente de sus limitaciones y aprender a convivir con ellas. Aun involuntariamente.
Quedaba una semana para cumplir mi promesa. O para incumplirla.